En mi experiencia, las cosas más difíciles de alcanzar son también las más importantes en la vida. Los grandes logros van siempre precedidos de multitud de fracasos. Esto evidencia el escaso control que tenemos para que la vida nos vaya como nos gustaría que fuera, entre otras razones, porque no sólo depende de nosotros, sino también de los demás.
¿Qué podemos hacer entonces si no podemos cambiar la realidad que más nos afecta? Pues no tenemos más remedio que aceptar la realidad tal y como es. El problema es que la auténtica aceptación no es forzada, es decir, si aceptamos algo porque no tenemos otro remedio, no se trata entonces de aceptación, sino de resignación. La aceptación se produce cuando comprendemos que lo que estamos experimentando “está bien”, cuando sintonizamos con la experiencia.
La capacidad de aceptar está muy limitada por el hábito de juzgar, de distinguir entre lo bueno y lo malo, ya que lo que valoramos como malo está mal, no bien y, por tanto, no podemos aceptarlo. Es un hábito muy arraigado porque nuestra experiencia puede ser agradable, desagradable o neutra. Es natural que valoremos como bueno lo agradable y como malo lo desagradable. Lo único que puede valorar como bueno lo desagradable, es la moral, pero ésta no puede valorar a todo como bueno porque entonces no tendría razón de ser. Su función es que sepamos distinguir entre lo bueno y lo malo, por lo que consolida el hábito de juzgar.
Podemos favorecer la aceptación de los sentimientos, acciones o actitudes, si entendemos que no son buenos ni malos en sí mismos, sino según el contexto en el que se producen. Por ejemplo, la valentía puede ser apropiada en muchas situaciones, pero si, siendo valiente, se arriesga más de lo que se puede ganar, entonces es mejor ser cobarde. De lo que se trata es de dar una respuesta adecuada a cada situación y lo que se requiere en una situación puede ser lo contrario de lo que se requiere en otra situación parecida. Pero si siempre respondemos de la misma manera por creer que ese tipo de acción es bueno en sí mismo, entonces no es una respuesta, sino una reacción automática, inconsciente, que no soluciona problemas, sino que los genera.
Podemos comprender que todo está bien si nos damos cuenta de que la experiencia cambia constantemente, moviéndose con más o menos velocidad de un polo al otro en múltiples dimensiones: alegría/tristeza, amor/odio, orden/caos, dicha/desdicha, etc. Esta oscilación se mantiene durante todo el tiempo que estamos vivos, por lo que es imposible estar alegre siempre, conservar el amor para siempre o sentirse siempre dichoso.
Esa oscilación constante entre dos polos también implica que para que la experiencia se sitúe en el polo de lo agradable o de lo valorado como bueno, necesariamente ha debido de pasar antes por el polo de lo desagradable o de lo valorado como malo. Es decir, los dos polos de cualquier dimensión son interdependientes, la existencia de uno depende de la existencia del otro. Es como un péndulo que sólo puede alcanzar un extremo de su recorrido si antes ha estado en el otro extremo.
Cuando hemos podido constatar este funcionamiento oscilatorio en muchas ocasiones, podemos tener la firme convicción de que las experiencias desagradables o valoradas como malas, también están bien, porque, además de ser inevitables, son necesarias para poder vivir experiencias agradables o valoradas como buenas.
Si no comprendemos que todas las experiencias están bien, nos negaremos a vivir las experiencias desagradables, haremos todo lo posible para no vivirlas y, si no podemos evitarlas, al menos intentaremos no vivirlas plenamente, expulsándolas de la consciencia, como si de ese modo desaparecieran o se atenuaran. Pero, lo que en realidad sucede es que se bloquea el movimiento oscilatorio de la experiencia. La resistencia a vivirla no la atenúa, sino que la hace más desagradable e impide que, de forma natural, se convierta en agradable.
Si, por el contrario, nos entregamos a la experiencia sin oponer ningún tipo de resistencia, sin juzgarla, comprendiendo que tiene su razón de ser, entonces no interrumpimos su movimiento natural, por lo que alcanza el polo agradable en el menor tiempo posible. A la tempestad le sigue la calma de forma inalterable, como a la noche le sigue el día.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.