Nos puede parecer que comer es un acto instintivo y que no es necesario que nadie nos enseñe a hacerlo. Es cierto que nacemos con la capacidad de sentir el hambre y buscar alimento y, de hecho, los bebés son un muy buen ejemplo del excelente funcionamiento del mecanismo de hambre y saciedad. A medida que nos hacemos mayores, por desgracia, el momento de alimentarnos pasa de ser algo primordial, a ser relegado muchas veces al final de la lista de obligaciones del día.
Esta pérdida de prioridad a menudo hace que acabemos comiendo a destiempo y sin tener en cuenta el hambre que tenemos. Además, es probable que comamos muy rápido, entre tarea y tarea, y sin disfrutar del momento y de los alimentos. En definitiva, cuando la comida se desplaza a la cola de nuestras prioridades y se convierte en un trámite, es un buen momento para parar y volver a situar la alimentación como uno de los aspectos más importantes para nuestra salud.
El primer paso para mejorar la forma en que comemos es decidir y estar convencido de que la alimentación es importante y se merece nuestra atención. Una vez tengamos esto claro, podremos empezar a hacerle un espacio real en nuestras vidas. Hacer espacio a las comidas implica tener en cuenta que necesitaremos tiempo para ubicar cuatro procesos: planificación, compra, preparación e ingesta. En este artículo nos centraremos en este último aspecto, el momento de la ingesta.
A menudo, cuando vamos con prisas, comemos muy rápido y estamos con la cabeza en otro lugar, pensando en lo que tenemos que hacer a continuación o en algún tema que nos preocupa. Mejorar nuestra experiencia cuando nos alimentamos implica parar nuestra actividad para poder comer y hacerlo de forma consciente. Comer nos permite tener activos al menos cuatro de nuestros sentidos: El sabor, el olor, el tacto y la vista. Si nos concentramos en el olor, el sabor y la textura de lo que estamos comiendo, será más sencillo comer de forma lenta, disfrutaremos más los alimentos y podremos desconectar de la vorágine que nos acompaña la mayor parte del día.
Comer de forma más lenta y activando nuestros sentidos, además, favorecerá la correcta identificación de las señales de hambre y saciedad, con lo que conseguiremos reducir en buena parte las comidas impulsivas y sin control y nos será más fácil tomar la decisión de parar de comer cuando nos sintamos satisfechos.
Además, cuando comemos con todos los sentidos estamos teniendo una experiencia psicológica de las comidas, y no sólo física. Si gran parte o todas las comidas que hacemos durante el día son rápidas y poco conscientes, es probable que cuando lleguemos a casa por la noche o cuando tengamos tiempo libre el fin de semana, nuestra mente nos pida comida, y además lo haga de forma urgente, ya que de alguna manera no tiene el recuerdo de haber comido antes.
Y ya para terminar, os recomendamos una buena manera de empezar a poner en práctica estos consejos. Escoged una comida del día en el que os aseguréis que tendréis tiempo y espacio para poder practicar la ingesta consciente. Se trata de que en esta comida estén despiertos todos los sentidos y os centréis en comer lentamente y disfrutando de los alimentos. Realizad este ejercicio durante una semana y observad qué efectos notáis. Seguro que experimentaréis cambios que os animarán, poco a poco, a volver a dar a las comidas la importancia que merecen.