Y no importa si lo que añadamos a continuación tenga tintes espirituales o si se trate de objetivos mundanos, hay un punto en nuestra identidad que nos hace sentir terriblemente mal cuando no podemos mostrarnos así, y entonces, la vergüenza ataca, ataca duro, lanzándonos acusaciones descarnadas, despertando en nosotros el deseo de escondernos, de fingir, de maquillar ese terrible defecto para que nadie, nunca, se de cuenta de que existe, porque si se dieran…
Si se dieran cuenta… Una vez más para cada uno, la arrogante voz interna, rellenará esos puntos suspensivos. Dejaran de quererme, de respetarme, de creerme, de admirarme…
Y esto es solo la punta del iceberg, porque el problema no es el juicio ajeno, que en realidad es siempre más benevolente del que proyectamos.
La verdadera tristeza está en ese sentirnos incompletos, errados, defectuosos, indignos.
Ese tener que ser… para respetarnos y amarnos a nosotros mismos tal y como somos, incluyendo el hecho de estar tan identificados con el personaje creado que no alcanzamos a ver y a creer en el Ser real que somos.
Percibo a mi alrededor y en mi propia experiencia vital que son tiempos complicados, como complicada es su gestión ya sea emocional, psicológica o mental (porque por mucho que nuestra mente diga lo contrario, lo espiritual no se gestiona, se deja emerger).
Hacemos lo que podemos y eso debería bastar, nos equivocamos, enfermamos, sufrimos pérdidas… y encima nos culpamos.
Es un buen comienzo abandonar la culpa y la vergüenza y darnos todo ese amor y compasión que necesitamos cuando las cosas se ponen difíciles, pero hasta que no aprendamos a librarnos de la falsa idea de perfección, de las deberizaciones internas, de la falsa identidad no nos libraremos de esta sensación de indignidad.