Levantarse cada día e ir al trabajo supone cada vez más una odisea mental para las personas. Y no sólo por su escasez y por la precariedad de las condiciones ofrecidas. Que va. Ojalá fuera eso. Al fin y al cabo –nótese la ironía- sería nada más (y nada menos) que una cuestión de corte trascendental para nuestras vidas presentes y futuras. Una cuestión vital por la que luchar. Una situación en la que los cimientos del poder se supone deben estar claros: la cúspide de toda pirámide laboral existe porque se asienta y descansa sobre las espaldas de los trabajadores de a pie. Al menos eso me ha parecido a mí siempre, aunque sinceramente, a veces tengo que bajarme yo misma de estas cimas en las que me subo, pues no estamos en un mundo -ni muchísimo menos en un país- donde las personas se rasguen las vestiduras por perder derechos laborales.
Si estuviera hablando de deportes, otro gallo cantaría. Pero lo cierto es que la mayoría no tiene tiempo ni si quiera para plantearse qué están haciendo con su vida y cómo están gastando su tiempo. Todo ello resultado sin duda de un potente cóctel: una educación sin solidez ninguna y un bombardeo constante sobre las fases que debe seguir cual autómata la vida de todo ser humano: nacer, crecer, casarse y reproducirse (o al contrario), consumir todo lo que se pueda, exponer la vida cual escaparate en las redes sociales (porque si no lo enseñas, parece que no lo vives), trabajar de lo que sea y como sea, y finar.
Así que, decía que entre las empresas que buscan gente con conocimientos muy técnicos pero con escasas habilidades sociales por un lado, y aquellas que buscan al sumiso que, según el criterio del que contrata, esté por debajo de ellos mismos para poder pegarle un coscorrón en la cabeza cada vez que sienten que su propia autoestima se viene abajo, poco espacio queda para el trabajador sencillo pero seguro de sí mismo, creativo, honesto y directo. Por ello, trabajar y hacer lo que realmente le apasiona a uno, sin ridículas zancadillas por ausencia ajena de autoestimas positivas, se convierte en todo un reto diario. Y hablando de todo, si alguien busca o necesita una meta o dar un sentido a la vida, creo que encontrará que objetivos no faltan.
Pero como decía, estar feliz y a gusto con lo que realmente haces y poder desarrollarte de una forma creativa y al mismo tiempo personal en el trabajo que desempeñas, es un reto total y absoluto hoy en día, a pesar de la importancia que tiene. Las empresas serían muchísimo más productivas –también económicamente- si sus trabajadores se sintieran reconocidos, satisfechos y bien tratados. Y qué decir de la salud física y mental del propio trabajador.
Esto que planteo, en un país donde lo que prima son las horas que eches (aunque no estés siendo productivo por agotamiento y por presión), los empleados que siembran discordia y la desconfianza entre el resto por la negatividad constante que desprenden, la absurda cadena de jefes y subjefes que exigen desde el sillón desconociendo por completo el trabajo de a pie, las zancadillas rastreras de los que por envidia personal –y por incompetencia también personal- se sienten miedosos de perder sus puestos, decía que es prácticamente inviable. Y es así porque habría que cambiar muchas piezas del engranaje para que la maquinaria volviera a funcionar correctamente.
Cambiar esas piezas implicaría asumir los errores cometidos, ser solidario y empático con el otro que hace –igual que tú- todo lo que puede cada día. Las empresas funcionarían mejor con equipos sólidos y estables de trabajo. Pero claro, si el responsable de recursos humanos es un abogado, experto en leyes, escogido no por sus conocimientos de los seres humanos con los que se supone va a tratar, sino para poder solventar los posibles problemas legales de la propia empresa, entonces no estamos hablando nada. Y no me extraña que nuestra salud mental se vea cada día más resentida.
Existe entonces el plan b: trabajar para ti mismo. Nuestro país tampoco lo pone nada fácil para estos casos, pero al menos tienes la libertad, la salud mental y cierta tranquilidad espiritual de saber que estás haciendo lo que realmente te gusta, aquello para lo que naciste. Y sin zancadillas. Y creo que debemos pensarlo así para contrarrestar los instintos nada positivos que comprensiblemente surgen en el interior al ver los pagos que se exigen por ser independiente. Pero dinero no es más que eso, dinero. La felicidad y la sonrisa que deben inundar tu cara por trabajar en tu verdadera pasión no deben tener precio, tampoco tu salud mental.
Encontrar el sentido de tu vida desarrollando las habilidades que naturalmente has traído a este mundo tampoco tiene precio. Y aunque a final de mes no sobre mucho, sabrás que lo has ganado por lo que vales, por lo que haces y por la manera única y distintiva en que lo haces. Y que nadie borre nunca tu hermoso sello
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.