En cada división de cada célula normal de un organismo pluricelular existe una cierta probabilidad de que su ADN sufra una mutación cancerígena, que puede hacer que la célula se multiplique sin restricciones, que invada tejidos vecinos, que eluda las defensas del sistema inmunitario o que atraiga vasos sanguíneos que le suministren energía y oxígeno.
La selección natural no tiene poder para eliminar el cáncer. Sin embargo, dentro de la innegable vulnerabilidad del organismo al cáncer, contamos con mecanismos defensivos, aunque estos tienen limitaciones. Entre las defensas más eficaces contra el cáncer encontramos las proteínas oncosupresoras, que podrían evitar la tumoración mediante la supervisión de la reproducción de cada célula. En el caso de que alguna de ellas se multiplicase de manera anormal, estas proteínas inducirían a su muerte o a un proceso de senescencia, en el cual la célula sobrevive pero no se puede reproducir. A pesar de esto, no todo acerca de este tipo de defensas son buenas noticias.
La proteína oncosupresora o supresora de tumores más conocida es la p53, vulgarmente llamada “guardián del genoma”. Su acción consiste en unirse a las regiones promotoras de los genes reguladores del ciclo celular, expresando proteínas que van a detener el ciclo en la fase G1, antes de la fase de síntesis, para que se pueda producir previamente la reparación. También activa genes reparadores del ADN y la apoptosis, que es la muerte celular programada o suicidio celular controlado genéticamente. La importancia de dicha proteína queda patente cuando vemos que la mitad de los tumores tienen el gen p53 mutado, pero a continuación vamos a centrarnos en algunos descubrimientos realizados sobre otra proteína oncosupresora: la p16.
Estudios llevados a cabo sobre dicha proteína, cuya acción consiste en bloquear la actividad de una quinasa dependiente de ciclina (cdk), sugieren que, en efecto, está relacionada con una menor susceptibilidad al cáncer en edades tempranas, pero también se asocia con un efecto negativo: el envejecimiento celular. Y nos podemos preguntar: ¿por qué la selección natural ha operado a favor de proteínas supresoras de tumores como esta, si tienen consecuencias tanto beneficiosas como perjudiciales? La respuesta parece sencilla: la selección natural antepone todo aquello que incrementa las probabilidades de transmitir la información de generación en generación a la posibilidad de vivir más tiempo y mejor. Y de hecho, la probabilidad de sufrir algún tipo de cáncer no es precisamente despreciable como para que sea pasada por alto por esa mano invisible que es la selección natural.
Cuando una célula entra en dicho estado de senescencia obligado por la proteína p16, se produce el cese de su multiplicación junto con un desequilibrio proteico, sintetizando el factor de crecimiento vascular endotelial (VEGF). Este factor activa la angiogénesis y promueve un extra de nutrientes favoreciendo el posible desarrollo de un tumor. Por lo tanto, esta proteína p16 haría a los ancianos, de forma indirecta, más vulnerables al cáncer. De esta manera, su función realmente no es evitar sino retrasar el cáncer, es decir, reducir las probabilidades de que los jóvenes lo padezcan, pudiendo así tener descendencia.
No obstante, también algunos niños sufren cáncer. Concretamente, el retinoblastoma (cáncer de retina) afecta principalmente a dicha parte de la población. Ante este hecho, se nos plantea otra cuestión: ¿por qué la selección natural no favorece las defensas contra este tipo de cáncer? La respuesta es cruel pero sencilla también: la retina es un tejido muy pequeño en comparación, por ejemplo, con el colon, además de dejar de multiplicarse a los cinco años de edad, por lo que la magnitud del riesgo de cáncer del segundo tipo es mucho mayor que el de retina y la selección natural le atribuye una importancia mucho mayor a las defensas que se oponen al cáncer de colon con el mismo fin de siempre: aumentar el éxito reproductivo.