Con ocho años y recién diagnosticada de Enfermedad Celíaca, vuelves al colegio y ya no eres la misma, no te sientes igual.
Miras a tus compañeros y los ves a todos como si fueran unos afortunados. Encima algunos te hacen preguntas incómodas, el profesor no empatiza (a mí fue lo que me pasó), dice que lo que me pasa a mí no es nada, que tengo que aprender a vivir con normalidad. ¡Sí claro! De eso se trata...
Pero por la tarde un niño cumple años y decide celebrarlo repartiendo bollitos de color rosa... hay para todos, no os preocupéis, ¡están buenísimos! ¡Mi madre me los trae desde Francia! En España no hay... dice el niño todo contento.
Se te pasa por la cabeza coger ese bollito... pero no puedes, pero vuelves a pensarlo una y otra vez. La opción está ahí. No solo es el hecho de no comerte ese bollo, sino también de quedarte apartado de todos. Miras a todos los lados y no hay solución, no puedes tomarlo.
Se organiza una merienda improvisada en la clase, todos hablan del ese bollo rosa. Tú te conformas con mirar.
Es una pena, piensas... si hubiera repartido lápices, todos estaríamos comprobando cómo escribía... pero son bollos de chocolate rosa.
Tu primer día y ya te encierras en ti mismo, te preparas un caparazón y haces de tripas corazón: ¡aquí no pasa nada! ¡No puede ser un problema que yo no pueda participar! ¡Ya! No lo es... pero ahogo las lágrimas.
Estoy enfadada, pero no se lo digo a nadie, pongo buena cara para que los demás no se den cuenta, quiero que piensen que no me importa, que me da igual, pero pienso ¿desde cuando venimos al colegio a comer? Si esto no es el comedor, ¿por qué se permite repartir comida?
Sigo muy enfadada, afortunadamente no se me nota... nadie lo sabe. Nadie me mira tampoco, me quedo un poco apartada porque no sé cómo reaccionar, ¿qué hago?
Nunca me había molestado que se interrumpiera una clase, ¡al contrario! Me encantaba... ahora no quiero. Dejan de gustarme los cumpleaños... ¡No quiero ir a ningún cumpleaños! No se trata de no poder comer, se trata de que no existes, ¡eso no es justo!
Pasan los días y te acostumbras, pero sigues fingiendo que no te molestan ciertas cosas. Algunas personas te dicen que te acostumbres, ¡sí, claro! ¿Tengo otro remedio?
Pero ¿por qué me tengo que acostumbrar? ¿Por qué se lleva comida a las aulas y no serpentinas? Yo no quiero llevar la mochila llena de comida para cuando esto vuelva a suceder, eso sería como un premio de consolación. ¡No! Yo me niego, porque yo pido respeto. Mi dieta es producto de una enfermedad, no es ninguna broma, ni tengo que ser menos que los demás. Soy igual.
Después escuchamos de los psicólogos que los niños aprendemos de los ejemplos, ¿y? ¿Qué ejemplo nos están dando a nosotros?
¡Aprende a compartir! Es lo primero que te dicen cuando empiezas al colegio... después, cambiamos el discurso y terminamos con un: Reparte las chuches con azúcar, con gluten, con frutos secos, con lo que sea, y si no puede, ¡que se aguante! ¡Tiene que acostumbrarse!
A mí me da pena que seamos así.
¡Seguimos leyéndonos!