La información que recibimos a través de nuestros sentidos (procesos neurológicos que nos hacen ver, oír, oler, saborear y sentir con el tacto) generalmente se mezcla con nuestros recuerdos para formar un sistema de creencias único sobre nuestra individualidad y sobre el mundo. El esquema mental es un patrón organizado de pensamiento e ideas preconcebidas, es nuestra forma particular de pensar y de interpretar nuestro entorno.
Mientras aprendemos en nuestros primeros años mediante observación y experimentación, vamos formando ideas sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea, vamos construyendo de forma inconsciente nuestras creencias nucleares sobre la vida, las cuales están insertadas en estructuras mentales más o menos estables, los denominados esquemas. Podemos desarrollar nuestras creencias con mucha velocidad, casi de forma refleja, y nuestra tendencia es a reafirmarlas.
En ocasiones, para proteger la armonía interna, el hemisferio izquierdo fabrica información cuando se debate entre dos o más creencias contradictorias, cuando se enfrenta a una disonancia cognitiva. Cuando a los participantes en un experimento se les da información contraria a sus convicciones, algunas zonas de la neocorteza cerebral que estaban activas literalmente se bloquean. La disonancia cognitiva provoca estrés y desasosiego en las personas, por lo que se inhiben los circuitos cerebrales implicados para reducir dicha disonancia.
Además de las creencias arraigadas, es difícil cambiar una decisión ya tomada. Se ha comprobado que una vez elegida una alternativa entre varias, cuanto más irremediable es la decisión más sentido parece acumular la opción tomada. Las personas tendemos a aferrarnos a las primeras ideas que nos inculcaron, y si no encontramos otras opciones, más nos convencemos de que tenemos razón.
Nuestros recuerdos están distorsionados por nuestras creencias y sentimientos actuales, y esto puede ser peligroso porque si nuestras creencias pueden distorsionar el pasado para acomodarlo a nuestro esquema mental, esas creencias se acabarán reforzando y se volverán más invulnerables a la evidencia contraria. La intensidad de una creencia se puede manipular de varias maneras: provocando un conflicto mediante otra idea contrapuesta y una posterior resolución, o reforzándola mediante la repetición, también añadiendo etiquetas emocionales o diluyéndola con ideas rivales.
Podemos distinguir entre la verdad como realidad independiente del ser humano (el mundo físico como realidad externa a nosotros) y la verdad subjetiva o psicológica, que es la consideración que de la verdad tengamos. La creencia es una verdad subjetiva, la convicción que tiene una persona de que algo es cierto.
Las personas no nos relacionamos con la realidad sino con la representación mental que nos hacemos de ella; la mente es un sistema cognitivo, de conocimiento. Un sistema de creencias no es un sistema lógico (donde sus constituyentes se relacionan de tal modo que unos se deducen de otros) sino psicológico, donde suelen existir contradicciones en su seno. Nuestro sistema de creencias ha de ser consistente para creer en él, por lo que tendemos a racionalizar nuestras creencias, buscamos razones suficientes para creer.
Según Ortega y Gasset (1883-1955) las creencias son ideas que han sido asumidas por la sociedad y que recoge y adopta el individuo en su desarrollo como interpretación de la realidad. La creencia, no como idea, sino como disposición para comportarse de cierta manera, supone actuar como si nuestras convicciones fueran verdaderas, como si existieran objetivamente. Es lógico rezar a Dios si se cree en Él y en la utilidad de la oración.
Para el sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931) la creencia es algo parecido a una “intuición inconsciente” cuya función consiste en superar nuestra incertidumbre y dar una explicación sobre nuestro entorno. Según Le Bon el espíritu humano necesita certezas, por lo que tiende a conservar opiniones que, aunque se demuestren falsas, tiene necesidad de mantener porque alguna vez le sirvió de explicación, y considera enemigos a los que las contradicen porque ven atacada su identidad. Añade que son tan necesarias las creencias para nutrir la mente como los alimentos para el cuerpo, por lo que el ser humano busca sin tregua explicar la razón de las cosas. Quizá podamos vivir sin verdades, pero no sin certezas.
Las creencias son expresión de los sentimientos mientras que el conocimiento lo es de la razón basado en datos y argumentos. El conocimiento es la creencia verdadera adecuadamente justificada. Una vez alcanzado el conocimiento se conserva y renueva con nuevas evidencias o razonamientos, mientras que las creencias, por ejemplo religiosas, necesitan sostenerse mediante el empleo de rituales, iconos, ceremonias y discursos adaptados al creyente.
¿Cómo se explica la permanencia de las creencias falsas, o que ante un acontecimiento específico surjan creencias diversas, si no es mediante el horizonte de sentido que abre el lenguaje? El contenido de las creencias se determina dentro de las prácticas lingüísticas en que tienen lugar tales creencias, desarrollándose de forma conversacional o discursiva y pudiéndose expresar mediante palabras. El lenguaje describe y además crea gran parte de nuestra realidad. Para interpretar lo que nos sucede utilizamos el lenguaje, y de las interpretaciones y valoraciones de nuestra experiencia vamos creando nuestras creencias que, poco a poco, van formando nuestra identidad.
El cerebro es un órgano que crece a la vez que se desarrolla el organismo que lo contiene, y la biología podría conectar los procesos cerebrales con los procesos mentales. Construimos el mundo en un proceso continuo de clasificación del entorno en categorías perceptuales a partir de nuestras necesidades adaptativas. La categorización ayuda a ordenar la información mediante estructuras simbólicas que contribuyen a la comprensión de una realidad externa e independiente del humano para poder actuar sobre ella. Y como el mundo cambia el cerebro debe ser flexible y también único, puede renovar los procesos de categorización de la realidad. Esto se demuestra por la enorme variación de los sistemas nerviosos en individuos de la misma especie, tanto a nivel molecular, celular, anatómico y fisiológico como conductual.
Según las vivencias del organismo se reforzarán los circuitos establecidos en la fase anterior que utilice con más frecuencia, mientras que desaparecerán otros que deje de utilizar. Esta plasticidad del cerebro es la que nos capacita para el aprendizaje. Cada persona desarrollará unas capacidades más que otras dependiendo del tipo de experiencia que realice, lo que explica la diversidad humana respecto a la inteligencia, personalidad, habilidades físicas y sociales, etc.
El lenguaje, además de configurar los conceptos, es responsable de la interiorización del mundo mediante el proceso de abstracción (reducir conceptualmente los componentes fundamentales de información de un hecho u objeto para formar conceptos). El ser humano ha inventado el lenguaje para sí mismo, no para que refleje objetivamente la realidad.
Nuestro mundo es producto de complejos procesos de percepción, conceptualización (representación mental y lingüística de una idea abstracta) y categorización de la realidad en los que influyen numerosos factores: biológicos, ambientales, sociales y culturales. Nuestra disposición cognitiva de tener un mundo viene dada por la necesidad de adaptarnos a nuestra realidad, y es esta necesidad la que construye nuestra realidad basada en nuestros intereses.
El cerebro se sirve del cuerpo para acceder a la naturaleza y experimentarla. Nuestra noción del mundo se adquiere a través de los diversos órganos de la percepción (vista, oído, olfato, tacto), y mediante nuestras actividades manipulamos el entorno para adaptarlo a nuestras necesidades. Los conceptos, la formulación de ideas mediante palabras, nacen de nuestras redes neuronales, se configuran mediante nuestra reflexión sobre el mundo exterior a partir del cerebro, el cuerpo y el lenguaje, y categorizamos según nuestra experiencia e imaginación basada en la cultura del lugar y sus metáforas.
Actualmente se acepta la idea de que el lenguaje surge a partir del pensamiento y de las actividades del individuo, siendo cada progreso lingüístico del infante el resultado de un progreso intelectual previo en el mismo terreno. El filósofo y psicolingüista estadounidense Jerry Fodor (1935-2017) introdujo la idea de que poseemos un lenguaje natural del pensamiento que llamó mentalés, y que es universal, innato e inconsciente. Ahora bien, en cuanto el lenguaje aparece, influye sobre las demás adquisiciones cognitivas produciéndose una interacción mutua. Los aspectos esenciales del lenguaje se alcanzan entre los cinco y los siete años, mientras que el desarrollo del pensamiento es un proceso más largo que llega hasta la edad adulta.
La hipótesis más aceptada en la psicología actual es que el lenguaje y la cultura modelan el pensamiento y la experiencia, ya que el modo en que se combinan las palabras para expresar significados estructuran nuestros procesos mentales, orientándolos hacia un fin cuando planificamos o tomamos decisiones. Pero el primatólogo y etólogo holandés Frans de Waal (1948) se pregunta por qué a menudo no encontramos las palabras adecuadas para expresar nuestras ideas o sentimientos, a pesar de dar al lenguaje un valor prioritario. Podría ser que los sentimientos y pensamientos no son producto del lenguaje en primera instancia, ya que en tal caso, según de Waal, “esperaríamos una cascada de palabras”.
Actualmente se acepta que, aunque el lenguaje proporciona al pensamiento humano categorías y conceptos, no es la esencia del pensamiento. Los niños preverbales y los animales no necesitan el lenguaje para pensar, por lo que la cognición es independiente del lenguaje (al menos hasta la adquisición de éste).
Las creencias sobre nosotros mismos y el mundo, construidas a lo largo de la vida, se consolidan en nuestra mente al mimetizarse con toda nuestra información atesorada y convirtiéndolas en verdades absolutas. Hacemos demasiado caso a las viejas creencias que nos inculcaron de niños porque la mente humana es muy conservadora. Nuestro aparato psicológico se rige por la economía cognoscitiva: la mente autoperpetúa la información ya almacenada porque así es menor el gasto mental que intentar cambiar los esquemas establecidos. Es más cómodo no discutir con nosotros mismos. Nos quedamos con la información que coincide con nuestras expectativas, pero lo que no se acomoda a nuestros estereotipos lo ignoramos o lo alteramos de forma que case con nuestras ideas preconcebidas.
Lo aconsejable es desarrollar buenos hábitos cognitivos, creencias que se ajusten a la realidad y aumenten nuestros recursos personales. Al uso racional de la inteligencia se oponen los prejuicios y dogmatismos, que se advierten en personas cuyas convicciones absolutas de estar en lo cierto les incapacita para reconocer los buenos argumentos en contra. Sólo atienden a la información que corrobora sus creencias porque necesitan la certeza total para vivir, son incapaces de dudar de sus creencias arraigadas.
El que busca la sabiduría está abierto a la experiencia, por lo que puede aprender de los errores. El dogmatismo, al contrario, se reconoce cuando la realidad contradice una afirmación y, en vez de reconocerlo, la persona introduce las modificaciones necesarias y suficientes para no cambiar de creencia, quedando esa idea dogmática inmunizada contra la crítica. Tenemos tendencia a buscar nuevas pruebas o interpretar nuevos hallazgos de forma que confirmen lo que pensamos.
Las personas solemos cuestionar con soltura las afirmaciones de los demás, pero cuando se discuten nuestras creencias más personales intentamos protegerlas como una valiosa posesión que no hay que cuestionar a riesgo de perderla. El mecanismo cognitivo de las variadas creencias ha sido estudiado por el psicólogo estadounidense Thomas Gilovich (1954), cuya idea principal es que cuando deseamos creer algo nos preguntamos: “¿Puedo creerlo?”. Luego buscamos cualquier evidencia, por endeble que sea, que respalde nuestra creencia, y si la encontramos podemos dejar de pensar; ya tenemos permiso para creer. Cuando alguien nos pregunte por ello ya tenemos una justificación preparada. Sin embargo, en el caso contrario de no querer creer en algo, nos preguntamos: “¿Debo creerlo?”. Entonces buscamos pruebas en contra, y solo basta una razón para dudar de lo consultado y poder descartarlo. Sólo se necesita una duda para distanciarse del deber de creer en lo que no queremos.
Todos utilizamos trucos, razonamientos motivados, para llegar a las conclusiones que queremos llegar. Ante la creencia de que la oración puede curar enfermedades, la muerte de un amigo enfermo demuestra que le faltaba fe, lo que a su vez potencia la creencia sobre la eficacia de la oración. Todos tenemos nuestras motivaciones para llegar a ciertas conclusiones.
Para tener una buena salud mental hay que equilibrar las ideas particulares (el mundo subjetivo) con los hechos (el mundo objetivo). Cuando nuestras creencias y opiniones se desvinculan del mundo real y tangible, cuando tememos cuestionar nuestras viejas ideas ante nuevos razonamientos, podemos enfermar. La realidad tiene el poder de corregir nuestras distorsiones mentales siempre que la dejemos trabajar libremente, con todo su impulso y contundencia.
Autor: Iñaki Kabato (colaborador de nuestro blog)
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