Menuda papeleta tenemos por delante. Otra más de tantas quiero decir. Resulta que hace escasos cinco años, las estadísticas decían que al menos uno de cada tres individuos que visitaba a su médico de atención primaria presentaba ya signos y síntomas sin respuesta médica de ningún tipo. Uno de cada tres.
Hoy, en pleno escenario casi postapocalíptico, si no me equivoco, las cifras no han mejorado mucho. De hecho, yo diría más bien que el paciente sin aparente solución se ha vuelto una tendencia al alza. Si no, ya lo confirmarán los estudios sociales que están por llegar. Tiempo al tiempo.
Pensar que muchas personas no encuentran nombre a las diversas manifestaciones de su cuerpo ya es angustioso, con que saber que un alto porcentaje (que va en aumento) sufre síntomas que de una u otra forma le invalidan e incapacitan para su vida diaria para los que tampoco existe explicación manifiesta, se hace abrumador.
¿Qué ocurre entonces con ese grupo de personas para las que la propia medicina no tiene respuestas? Es más, ¿qué ocurre con aquellos cuyos síntomas no son bien entendidos del todo o incluso no aceptados por los distintos profesionales? ¿Es capaz la mente de enfermar al cuerpo?
Lo cierto es que, a priori, es bastante difícil entender (y mucho menos aceptar) que una persona pueda causarse a sí misma síntomas de una enfermedad. Pero es real, vaya si lo es. Y tiene nombre y apellido. Se llama enfermedad psicosomática. En ella el propio paciente presenta síntomas físicos que sin embargo, no están asociados o no se pueden explicar a través de una enfermedad con un origen orgánico, es decir, con un origen en el cuerpo. Son enfermedades que nacen en la mente de la persona y se manifiestan a través de su cuerpo. Saber de dónde nace la enfermedad ahorraría a la persona mucho sufrimiento, muchas pruebas médicas, infinitas sesiones de profesionales diversos y de paso, cientos de euros al paciente (que ya está bien).
Para ello, el primer escollo es aceptar que el origen de la enfermedad es emocional y no orgánico o biológico. Existe una conexión básica y elemental entre cuerpo y mente que muchos obvian. Ambos interaccionan de una forma tan poderosa y tan potente entre sí que no se entiende el bienestar de uno sin el otro. De manera que cuando esta relación se ve afectada por ejemplo por cambios de ciclo trascendentales para la persona o situaciones de gran conmoción emocional, el cuerpo se ve abocado a reaccionar a este desequilibrio. El sistema nervioso simpático que regula las funciones orgánicas está íntimamente relacionado con la corteza cerebral que se encarga de la vida de relación. Por tanto la conexión es más que evidente.
Hacerle entender esto al paciente puede ser un auténtico despertar para él. ¿Cuántas personas hay con dolores de cabeza crónicos por acumulación de tensión diaria por hechos emocionales traumáticos anteriores a la aparición del propio dolor? , ¿Cuántos con problemas de mal funcionamiento intestinal por contracción del mismo por aguantar y aguantar y hacer como si nada en sus vidas cotidianas?, ¿Cuántos están sometidos a situaciones estresantes diarias?
Se impone percibir ya de una vez por todas al ser humano como un todo, como un organismo total e integral que es lo que es, y sólo cuando verdaderamente entendamos esto, lograremos un acercamiento a él mucho más efectivo y productivo. Siento decir que la medicina olvida demasiadas veces que los síntomas que un paciente presenta pueden ser los propios intentos desesperados de su cuerpo para alcanzar una cura. Hay que deshacerse de viejos patrones de actuación para poder encarar los tiempos y las afecciones que vivimos. Las enfermedades psicosomáticas existen y tenemos en los enfoques terapéuticos holísticos y antropológicos su solución. Y es que no siempre una pastilla es la solución. Al menos no cuando lo que duele es el alma.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.