Ser conscientes de aquello que nos impide ser felices, supone un gran paso para que la dicha pueda brotar en nosotros. Uno de dichos obstáculos, es el deseo de que nosotros, los demás y/o los acontecimientos sean distintos de lo que son. Esto es, cuando queremos algo distinto de lo que “ES”. Justo ahí es cuando empezamos a luchar contra la realidad y a ser infelices, cuando intentamos “meter” en la realidad aquello, que al menos hoy por hoy, no existe. Es como si nos empeñáramos en meter nuestro pie en un calzado dos números más pequeño del que necesitamos. Sentimos dolor, presión, la circulación de la sangre no fluye y terminamos por no poder andar con esos zapatos. Por lo que al final, si dicho empeño no cambia, terminamos por quedarnos sentados. Nuestro caminar se detiene debido a nuestra insistencia en algo absurdo. Nos resistimos a ponernos un calzado de nuestra talla porque no aceptamos nuestro pie. No aceptamos la realidad. Y al no hacerlo, no dejamos que la sangre de la vida circule a través nuestra, sentimos presión, no podemos andar por la vida y nos vemos presos de nuestro propio empeño. Ahí es cuando sufrimos. Es decir, el sufrimiento lo generamos nosotros mismos al no aceptar la realidad tal cual es.
Precisamente por todo ello, comenzamos a echar en falta algo en nuestras vidas. Esto es, que las cosas deberían ser de otra manera. Ese echar en falta es la diferencia que hay entre lo que deseamos y lo que es real. Cuando en verdad, no necesitamos nada que ya no esté en realidad. Una gran dosis de felicidad en nuestras vidas, la encontramos en la “bastantidad”. En aceptar que aquello que vivimos en cada instante, es lo que necesitamos vivir para crecer.
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