Si supiéramos ver, oír y callar, sabríamos analizar lo que vemos, entender lo que oímos y reflexionar sobre lo que callamos.
Si supiéramos ver, oír y callar, abriríamos nuestra mente al pensar más y mejor, seríamos más comprensivos, entenderíamos más fácilmente, tomaríamos mejores decisiones, nuestras acciones tendrían un mejor resultado, no juzgaríamos a la ligera, seríamos más prudentes, más humildes, más generosos, amaríamos y perdonaríamos más porque entenderíamos más.
Pero el problema es que no sabemos ver, no sabemos oír, no sabemos callar. Son muchas las excusas: indiferencia, falta de tiempo, egoísmo, confusión con las prioridades e incluso falta de generosidad y amor.
Aprender a ver supone detenerse a observar y a contemplar lo que nuestros ojos enfocan, no parándonos en lo superficial, en ese envoltorio que oculta lo importante, sino procurar ver el interior.
Tenemos unos sentidos que utilizamos sin sentido. Siempre deberíamos ver más allá de lo que vemos o de lo que creemos ver, y así disfrutaríamos más de las cosas bellas y apartaríamos de nosotros toda imagen que distorsione o confunda la realidad.
¿Por qué nuestra mirada parece tener una atracción especial hacia lo que está mal o hacia lo que creemos que está mal? ¿Por qué no procuramos tener una mirada limpia, generosa y comprensiva? Parece que el morbo de lo malo tiene más fuerza que la sorpresa y alegría de lo bueno. ¿Por qué no apartamos nuestra vista de todo aquello que va en contra de los valores, principios o virtudes? Nos detenemos en las grandes o pequeñas pantallas que pretenden absorber nuestro intelecto con imágenes o programas de uno u otro calibre que confunden y distancian de la verdadera vida, que no aportan nada y pretenden hacernos creer cosas como normales que no lo son, desviarnos de la vida con sentido y de esas pequeñas cosas simples que proporcionan la alegría y la felicidad, sin falsos mensajes que distraen y equivocan a unos y otros.
Tenemos que aprender a ver, ver todo lo que nos rodea, entrar en la imagen, entrar en lo que proyecta
abriendo nuestro corazón a lo bueno y desterrando lo malo. Como dice el papa Francisco: Saber mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura.
Tenemos que aprender a ver la luz, ver aquello que brilla, ver con comprensión. Tener una amplia visión de los hechos, mirar más allá, descubrir el sentido. Ver para examinarlo todo y quedarnos con lo que brilla, con lo que está bien. Ver sin distraerse para descubrir con una mirada limpia, captar la realidad con los ojos del alma porque hay mucho más de lo que el ojo percibe.
Necesitamos ver en la oscuridad, atravesar lo desconocido. ¿Pero qué gafas necesitamos para ver con claridad? ¿Con qué gafas queremos mirar? ¿Queremos ver el mundo de color o preferimos la penumbra?
Aprender a ver es detenerse y admirar las maravillas del mundo haciendo honor a su belleza y grandiosidad.
Aprender a ver es renunciar a las proyecciones que pretenden de una manera sutil destruir lo mejor de ser humano, convirtiéndolo en marionetas que se dejan mover por hilos que las apartan del verdadero camino.
Aprender a ver es detenerse con las personas y admirar lo que esconden en su interior, entrando en su alma y descubriendo sus dones, dejando a un lado las falsas imágenes que hacen daño a la vista y rompen el corazón enjuiciando, criticando, cuestionando sin conocimiento.
Aprender a ver es ponerle sentimiento a nuestra mirada y transmitir paz, alegría comprensión. Una mirada que abrace y haga sentir protección y cariño. Un ejemplo de esto es el testimonio de un hombre que sintió la mirada directa y cariñosa del Papa Juan Pablo II cuando permanecía rodeado de miles de personas. Sabía que le miraba a él porque sintió su abrazo y su conocida frase: no tengas miedo.
Ver con una mirada de confianza, de aquí me tienes, estoy contigo, te escucho; huyendo de la indiferencia y de las miradas vacías.
Aprender a ver es mirar con emoción, con alegría, con sentimiento, infundiendo confianza, haciendo brillar los ojos.
Pero también tenemos que aprender a oír. Necesitamos apartar de nosotros todo ese ruido del mundo que no nos permite escuchar la música que nos regala el universo en el que vivimos. Escuchar la sinfonía que nos ofrecer la naturaleza; oír el canto de los pájaros, el aire sobre las hojas, el agua de los ríos y los mares, el silencio de la montaña, el sonido del cielo sobre nosotros, la risa de los niños, la sabia experiencia de los mayores y el latido de los corazones de cada uno que se acerca.
Necesitamos escuchar el maravilloso silencio que se esconde en el corazón las personas y apartar las voces descontroladas que inflaman nuestros oídos de odio, crítica, rencor, queja...
Parece que ese ruido que nos invade, busca no oír las palabras profundas de cada persona llenas de bondad y hacer estallar el grito de los demonios que desean manifestarse.
Debemos aprender a oír sin ruido, prestando la máxima atención y escuchando en lo más profundo. Aprender a oír esas historias llenas de humanidad sintiendo aquello que expresa amor y transforma la vida en alegría. Oír incluso el susurro, esa vocecilla que te orienta en tus decisiones.
Todo ello sin quitarle importancia a aprender a callar. Callar ante las voces que procuran romper la confianza, el bien hacer, la generosidad, la humildad o la bondad, escupiendo mentiras, calumnias, acusaciones y críticas con grandes altavoces que no aportan ningún valor ni enseñanza que haga crecer.
Callar todo lo que no vaya a ser más bonito y mejor que nuestro silencio. Debemos aprender a callar siendo enseñanza de prudencia ante los demás, transmitiendo serenidad, paz y confianza. Callar dejando que nuestros sentidos de la vista y el oído, permitan siempre pensar, analizar, discernir sin cuestionar, juzgar y sentenciar.
Callar todo aquello que hace daño. Callar transmitiendo simplemente con nuestro silencio, procurando la reflexión de los que hablan sin medir las palabras y se apartan de la razón, apartando todo lo tóxico.
Callar y amar con la mirada, con la escucha, con la atención, con el sentimiento que sale directamente del alma abriendo nuestro corazón.
Callar aplicando y poniendo en práctica valores y virtudes a nuestros sentidos, para que el latir de nuestro corazón inunde de luz aquellas conversaciones que solo producen oscuridad.
Terminando y volviendo al primer párrafo: si supiéramos ver, oír y callar, sabríamos analizar lo que vemos, entender lo que oímos y reflexionar sobre lo que callamos.
No olvidemos nunca que hemos recibido grandes sentidos para dar un verdadero sentido a la vida. El agradecimiento que debemos mostrar hacia ellos, nos exige utilizarlos poniendo el alma en ellos.
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