que el dolor no me sea indiferente...
León Gieco, cantautor.
Si tu hijo de 5 años apareciera ante ti magullado, con marcas y hematomas, la ropa rasgada, con seguridad tu primera y angustiada pregunta sería:
- ¡¿Qué te ha pasado?!
Y la segunda, ya comprendiendo y con absoluta indignación:
- ¡¿Quién te ha hecho esto?! Sin embargo, cuando una persona comparece ante un terapeuta y le informa con detalle de todos los desprecios, vejaciones y violencias que ha sufrido en su vida por parte de la familia, muchos terapeutas se limitarán con indiferencia a poner nombres pomposos a sus heridas instándoles, además, a que perdonen y dejen de quejarse:
- Sufre usted ansiedades, adicciones, depresiones, tocs, trastornos de personalidad... Responsabilícese de sí mismo. Aprenda a superar sus síntomas y olvide -dicen.
Cualquier persona medianamente sensible se conmovería, se dolería con los terribles relatos que suelen narrar los pacientes, se irritaría con los perpetradores. Pero esta clase de terapeutas, fríamente "imparciales", no lo hacen. Y la cuestión es: ¿se puede ayudar a una víctima sin empatizar con sus heridas y escandalizarse con los verdugos? Alice Miller lo dejó muy claro:
"Mi experiencia me ha demostrado que mi indignación auténtica ante lo que mis clientes me confesaban sobre su infancia ha constituido un importante vehículo durante la terapia. […] Normalmente esto tenía un efecto intenso, como si se dinamitase el dique que mantenía el agua del río en un embalse. A veces la indignación de la terapeuta desencadenaba también en el cliente una avalancha de indignación. […] El cambio radical tenía lugar gracias a la actitud comprometida y liberada de la terapeuta, que era capaz de mostrarle al «niño» que le estaba permitido mostrar disgusto ante el comportamiento de sus padres y que cualquier persona con sentimientos estaría también disgustada, con la excepción de aquellos que también hubieran sufrido maltratos en la infancia". (Alice Miller, “Salvar tu vida”)
En efecto, la ira del terapeuta es indispensable para la sanación del paciente. Como muchos maltratados creyeron durante años que las crueldades sufridas fueron "normales" porque nunca conocieron otra cosa. Como por ello y otros motivos sus sentimientos de rabia y autodefensa quedaron hondamente reprimidos. Como nadie ajeno al drama supo lo sucedido o no se alarmaron por ello... Por todo esto, sólo el enojo del terapeuta podrá mostrar al cliente, por primera vez en su vida, que lo sufrido no fue en absoluto normal. Que fue espantoso y, a veces, incluso criminal. Que psicológica, ética, social y legalmente fue -y sigue siendo- intolerable.
La indignación del terapeuta -no su impasible "neutralidad"- es el primer modelo de referencia, la primera invitación al cliente para que vaya descubriendo y expresando su propia furia. "Si mi terapeuta se enfada con mis padres, yo también puedo hacerlo". La descarga de esta rabia es fundamental si quiere sanar, ya que buena parte de ella alimenta precisamente muchos de sus síntomas. Ya sabemos que todo enojo no descargado contra el causante original tendemos a redirigirlo inconscientemente contra nosotros mismos y/o contra los demás.
El mito de la (supuesta) "imparcialidad" de muchos terapeutas proviene del dogma científico de que debe excluirse al observador de lo observado. Ahora bien, ello es tan difícil como innecesario, pues los afectos no son necesariamente incompatibles con la objetividad científica. La verdad y el amor no son antagónicos, sino complementarios. Cualquier buen astrónomo se apasiona con las galaxias que estudia con rigor científico, lo mismo que los buenos padres se ríen o enfadan con sus hijos sin por ello perder su capacidad de percibir y satisfacer objetivamente -es decir, "científicamente"- sus necesidades. Los afectos no son algo que debamos suprimir para "no molestar" al conocimiento sino, al revés, un hecho a concienciar e integrar en éste para precisamente comprender mejor sus interacciones. Por tanto, en mi opinión, el frío desapego no vuelve al terapeuta más científico, sino menos humano.
La neutralidad de muchos terapeutas es, en el fondo, una defensa contra el dolor de sus pacientes, es decir, contra sus propios traumas familiares sin resolver. En cambio, un terapeuta sensible y conocedor de sus propias heridas jamás dejará de empatizar con las historias de horror de sus clientes. Con objetiva parcialidad, se conmocionará, se dolerá, se indignará sin remedio contra tantas violencias infligidas a tantos inocentes. Pues el buen terapeuta -como el buen médico- ama a sus pacientes. Y por esto mismo, más que por ninguna otra razón, éstos logran madurar y ser más felices.