J. A. Portuondo (psicoanalista)
Sabemos (y olvidamos) desde siempre que la fuente absoluta de todos nuestros males es la vanidad. La soberbia sin límites. El narcisismo de creernos inmensamente mejores de lo que somos. ¡Nada menos que -por ejemplo- "hijos de Dios" o "cumbre de la Evolución" (1)! De tal delirio de grandeza brotan individual y colectivamente todos nuestros antropocentrismos, etnocentrismos, dogmatismos, tecnologías y abusos de todo tipo contra los individuos, las sociedades y la Naturaleza. De la compulsiva negación, en efecto, de que sólo somos engreídos monos parlantes, enloquecidos -además- por la violencia universal contra la infancia. El ego humano se ha atribuido el pomposo título de "homo sapiens" (sabio, inteligente), como si realmente lo fuera. Pero no es así. Somos, desde luego, animales "racionales", pensantes, muy hábiles en el uso de nuestro córtex lógico, etc. Pero ello no nos convierte en inteligentes ni debería enorgullecernos demasiado. Cada ser vivo desarrolla -incluso en grado extremo- sus propias habilidades y, como ya vimos aquí, hay una gran diferencia entre pensamiento e inteligencia. Hasta las personas más sagaces pueden pensar grandes estupideces. Si realmente fuésemos inteligentes, lo primero que haríamos sería desconfiar, no tomarnos tan en serio esa cognición cuadriculada que nos confunde y asfixia con sus dorados fuegos de artificio: lenguaje, lógica, teorías... Así descubriríamos con asombro y humildad que quizá los seres humanos seamos "otra cosa".
En mi opinión, hace ya mucho tiempo que nuestra racionalidad destruyó nuestros instintos y, al hacerlo, perdimos para siempre el norte de la vida. Ya ni siquiera vivimos en ésta, sino exclusivamente en nuestra jaula virtual de pensamientos y palabras. Por eso no sabemos criar a nuestros hijos, ni respirar, ni comer, ni dormir, ni sentir, ni disfrutar, ni empatizar, ni ser felices, ni conservar todo lo bueno y hermoso de la tierra. Sólo alcanzamos a reproducirnos sin cesar y difundir voluntaria o involuntariamente toda clase de sufrimientos. E incluso Einstein o Mozart, esas "cosas buenas" que solemos defender cuando reflexionamos sobre las miserias humanas, son también subproductos de éstas. (2)
Todas nuestras sociedades son formaciones reactivas contra la insoportable evidencia de que somos criaturas necias e insignificantes. Por ello exaltamos todo lo humano y nos horroriza la muerte. Nos creemos animales superiores e incluso espirituales, cuando somos la especie más destructiva -y autodestructiva- del planeta. Tememos lo vivo, lo emocional y lo inconsciente. Idolatramos el pensamiento y despreciamos el corazón. Negamos nuestros errores, a los que después llamamos con odio "el Mal". Abusamos de todo porque no amamos ni empatizamos con nada. Denominamos "Progreso" a nuestro decadente -e incluso suicida- alejamiento de la vida. Adoramos la misma locura (narcisismo, guerra contra la Naturaleza, delirios de la razón) que nos hace ser cada día más desdichados y violentos... Etcétera. Ahí están, si no, la neurosis global, la bomba atómica, los genocidios, el agujero de ozono, la extinción de ecosistemas o las redes sociales. (3)
Pero lo contrario de la soberbia es la humildad. Lo opuesto al intelecto es la experiencia. Nunca importó lo que pensamos de las cosas, etc., sino sólo lo que sabemos de ellas. Lo que vivimos personalmente con toda nuestra atención y nuestros sentidos. Lo llamamos conciencia. Cuando vivimos con conciencia, sin mitificar nuestra racionalidad, descubrimos que el mundo es mucho más sencillo y, a la vez, mucho más enigmático de lo que jamás podríamos "pensar" (4). Y este descubrimiento es anonadante. Más allá de todas las palabras, comprendemos de pronto que no sabemos nada. Que no somos nadie. Que ningún ser es mejor ni peor que cualquier otro. Que jamás fuimos homo sapiens sino, como mucho, homo irrelevans...
Y sólo entonces, despertando de nuestra arrogancia, podemos al fin ser empáticos y amar.
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Para saber más:
El planeta de los monos locos
El narcisismo
El narcisismo y el Mal