Me gusta entender la mente de los demás, comprenderla, ayudarla a que se expanda. Como terapeutas, nuestra praxis se basa en la reconstrucción de vidas y de identidades personales, en la reconstrucción de realidades adaptadas e individuales. Esa es nuestra función primordial. O debe serlo. Pero en paralelo a esta empresa, percibo que muchos desconocen el hecho de que es a través de la reconstrucción del mundo del otro, que el nuestro también se reconstruye y se transforma, pues no son actos contingentes. Son hechos parejos.
Cuando se habla de la figura del terapeuta, es normal que la mayoría se centre en el impacto que tenemos sobre los pacientes. Pero, raras veces se habla del caso contrario y, para nada miento si digo que es inevitable que en la relación tan estrecha que surge entre paciente y terapeuta, no exista un impacto bidireccional. En un espacio personal tan reducido y tan ceñido, es ineludible la huella.
Existe a priori una confianza ciega que el paciente deposita en nosotros. Confianza o llámese también esperanza, una perspectiva de promesa y de certidumbre en que casi como por arte de magia, encontraremos en la chistera el lazo rojo ideal para cada uno. Se hace necesario, ético y moral, devolverle esa entrega, pues es una concesión en toda regla.
Observar, estudiar y participar en la vida del otro, además de ser un auténtico privilegio, supone un enriquecimiento total y absoluto para la vida del propio terapeuta, ya que mediante los hechos de la vida del otro, nuestro propio discurso se transforma y evoluciona, amén de la ayuda que nos proporciona para entender a su vez la de otros pacientes, por conexión con múltiples experiencias y vivencias.
Nuestro interior también cambia. Cambia con ellos, a la par de ellos, a través de ellos. Aprendemos a dar nuevas y diferentes interpretaciones a los hechos de nuestra propia vida y sobre todo aprendemos a reinterpretar nuestro trabajo, desde distintos, mejores y más enriquecedores ángulos. Los acontecimientos de nuestra vida adquieren un significado y un simbolismo completamente distinto. La identidad y la mente del terapeuta van cambiando de forma constante y a lo largo de todos y cada uno de los procesos terapéuticos a los que se enfrenta.
Y es que no podemos dejar de lado el hecho manifiesto y patente de que el terapeuta es tan persona y tan individuo como su paciente. Lo curioso y lo irónico del asunto es cuán a menudo esta obviedad se pasa por alto. A pesar de que el terapeuta debe estar bien entrenado para dejar de lado sus propias subjetividades en consulta, cuando sale de ella es otro individuo más. Sin embargo, olvidamos que la simple y propia biografía del terapeuta hará inevitable entender a su paciente desde un ángulo u otro, aún con toda la objetividad del mundo.
Así pues, el terapeuta se halla en el dilema no sólo de que casi forzosamente su mente se transforma en el encuentro con sus pacientes, sino que además ha de ser consciente de ello para al mismo tiempo poder mantener la subjetividad a raya. Todo ello provoca comprensiones únicas por la interacción de dos mentes en jaque. De alguna manera, el terapeuta conoce y se reconoce en el otro, pero al mismo tiempo es conocido y reconocido por ese mismo otro.
Y si hay subjetividad alguna implicada en el proceso terapéutico, desde luego ésta siempre tiene que estar al servicio del paciente; ser usada precisamente para ello. La historia y el mundo interno del terapeuta deben emplearse siempre en beneficio del paciente, nunca para transmisiones indebidas. El terapeuta debe ser plenamente consciente de esto y estar altamente preparado y capacitado para ello.
Así pues, es mucho lo que debemos a nuestros pacientes y también a nosotros mismos. Sea cual sea el enfoque que usemos en consulta, es necesario que sepamos desarrollar de una manera inteligente y provechosa para ambos la relación paciente-terapeuta. Eso es más de la mitad del trabajo que se necesita para ayudar al otro. Y al fin al cabo, ¿no hemos venido para eso?
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.