Si algo mueve al ser humano desde luego son las emociones. Sin duda. Para bien o para mal son nuestro motor; una fuerza poderosa que nos empuja desde lo más hondo a reaccionar de formas muy concretas ante determinadas situaciones.
En realidad, las emociones son mucho más complejas en definición y en forma de lo que a priori puede parecer. Estamos tan acostumbrados a sentirlas que la mayoría de las veces ni nos damos cuenta, ni somos conscientes de cómo se producen, por qué lo hacen o sencillamente, qué son, en definitiva. Pero si nos paramos un segundo y nos damos el tiempo necesario para sentir, veremos que las emociones en realidad gobiernan todo lo que hacemos en nuestra vida. Todas nuestras acciones van en función de lo que sentimos: tristeza, alegría, ira, sorpresa, seguridad, culpa...
Toda emoción es un estado mental complejo que conlleva, al menos, una expresión corporal o física, una experiencia propia parcial, arbitraria y subjetiva y además, una respuesta que tiene su reflejo en nuestro comportamiento y que va en función precisamente de esa subjetividad. Así pues, este sofisticado estado comporta múltiples factores que suponen cambios importantes en nuestro cuerpo, así como un consecuente e inevitable cambio en nuestra forma de pensar y de actuar. Por tanto, podemos afirmar que las emociones afectan directamente a nuestra conducta.
Y no sólo eso, sino que en el ser humano toda emoción implica además un enorme y potente conjunto de actitudes, creencias e informaciones procesadas todas ellas a partir de la particular percepción de cada individuo y del conocimiento que haya adquirido a lo largo de sus experiencias, lo cual le permite captar y valorar la emoción de una determinada forma y obrar en función de ella. Por eso, en muchas ocasiones se habla de que no es posible sentir emociones “puras”, ni estas surgen ante hechos similares de la vida, sino que esa parcialidad hace que sean vividas de forma única e intransferible. La magia del ser humano.
Ahora bien, teniendo esto en cuenta, el proceso emocional tiene lugar cuando se percibe algún tipo de cambio estimular en el ambiente, en el contexto. La persona capta este cambio mediante los sentidos o bien mediante su actividad cerebral e intelectual y reacciona a él dándole una respuesta determinada. Ejemplos sencillos de esto serían sentir miedo ante una situación considerada peligrosa o bien sentir tristeza ante un fracaso.
Este proceso emocional tiene lugar en un momento concreto y por supuesto también tiene una duración concreta. Así que entiendo que, después de todo, nada es eterno. Ni las emociones más hermosas, ni las más dañinas. Y creo que deberíamos estar agradecidos por ello. No hay mente ni cuerpo que pueda resistir dicha carga emocional, positiva o negativa, de forma indefinida.
Tampoco podemos olvidar el hecho de que se pone en juego una escala de valores muy particular, la del propio individuo que se ve inmerso en el proceso, así como el importantísimo factor de la culturización, que hará que nuestras emociones se vean modificadas en un sentido o en otro. Y de estos hechos también dependerá la intensidad de la emoción y por ende la respuesta conductual que la persona desarrolle.
Por ello, podríamos decir que las emociones son una de las mejores formas que tenemos a nuestro alcance para poder analizar la esencia y las bases o el interior si se quiere, de todo ser humano, incluyéndonos a nosotros mismos. Somos la única especie capaz de penetrar y profundizar en lo que sentimos; la única especie capaz de observar y estudiar esos sentimientos. Y además, tenemos la oportunidad de canalizarlos en una dirección u otra. Así que, con todo, identificar nuestras emociones, cuidarlas y trabajarlas a diario puede darnos la llave para lo que más necesitamos desarrollar: el arte de saber vivir.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.