La humanidad está cambiando. Definitivamente. Cada vez más noticias alarmantes sobre casos de acoso en las aulas y en las calles. Y entre gente cada vez más joven. Un tema inquietante. Un tema que sencillamente no debería existir, pero con el que paradójicamente coexistíamos en nuestro país desde allá por el año 2015 cuando el adolescente guipuzcoano de tan sólo 14 años se quitó la vida tras meses de sufrir acoso en silencio.
Años han pasado, pero mi memoria es persistente. Fue entonces cuando se nos ocurrió darle nombre. Lo cual no quita que no existiera antes. Vamos, que sólo era el primer caso registrado, que no el primer acontecido. El sueco Dan Olweus llevaba estudiando el fenómeno desde 1982.
Se nos presenta el siguiente cuadro. En primer plano un acosador de corta edad, con una personalidad agresiva e irritable. Ya saben, de esas que cortocircuitan a la primera de cambio por descabelladas e irracionales. Escaso autocontrol, impulsivo, con un bajo rendimiento académico y una tendencia a no sentir la más mínima empatía salvo por sí mismo. En el otro lado del mismo cuadro esperpéntico, otro adolescente que por los motivos más insignificantes o por el simple azar, quién sabe, llega a convertirse en el blanco de burlas y agresiones verbales y hasta físicas constantes de su acosador. Si perteneces a un grupo étnico minoritario o tienes alguna discapacidad por leve que sea, es un plus. En un tercer plano, pero no menos dantesco, tenemos a los observadores. Un grupo que me deja atónita. El código penal no lo tacharía de cooperador necesario, pero sí de colaborador y yo personalmente de aprobador del espectáculo. Y es que a menudo me digo a mí misma que el que calla, otorga. Empiezo a ponerme en la piel de Munch madurando “el grito”.
El acoso, como toda forma de maltrato y violencia que se precie, presenta sus propias modalidades. Así, tenemos el verbal, el físico, el mental y el psicológico, el social e incluso una variante muy apropiada para los tiempos que corren, el ciberacoso. Aunque con matices, la idea principal en todos ellos es la misma: hostigar a la víctima haciendo hincapié en sus supuestas incapacidades e inseguridades, así como desgastar su autoestima exprimiéndole mentalmente y haciendo que el miedo y la inseguridad crezcan en su interior.
Lo curioso del tema es que tanto la víctima como el acosador reciben el sobrenombre de “niño”, un ser humano de corta edad en fase de construcción de relaciones esenciales con otras personas, una fase primordial donde se generan los vínculos y los afectos para con el otro. Supongo que ese es el período donde unos se convierten en personas y otros en aspirantes a, por llamarlo de alguna forma.
Volviendo al principio, a lo que no le dimos nombre en aquel entonces fue a las consecuencias de este fenómeno. Todos los integrantes de este cuadro las sufrirán, unos antes que otros y con mayor o menor intensidad, pero ninguno se librará. La víctima verá su autoestima completamente dañada y deteriorada, llegando a derivar en la gran mayoría de casos en trastornos de estrés, depresión y ansiedad. En las formas más extremas, pensamientos suicidas que, desgraciadamente y a veces, se llevarán a cabo. Por su parte, el agresor posiblemente acabe desarrollando conductas delictivas y criminales por esa ira y violencia acumulada y generada cuidadosamente año tras año en su interior. Si consiguen generar vínculos sociales, será a base de miedo, fuerza e intimidación, pero jamás en la educación y en el respeto. Un futuro muy prometedor. Los que forman parte del público y llenan el auditorio con su presencia tampoco se quedarán atrás. Estos desarrollarán una falta de empatía total y absoluta hacia el prójimo, así como una alta tolerancia a la violencia. Lo más probable es que todo ello derive en asociales e insensibles. Lo que más necesita el mundo.
A todas luces se requiere una intervención conjunta de padres, escuelas, docentes, profesores y agentes sociales. El trabajo de prevención en estos casos se hace esencial y la educación en valores crucial. Nuestra conducta como adultos debe ser modélica, pues somos el arquetipo a seguir por los más jóvenes. Hemos nacido así, con esta complicada y larga forma de aprendizaje. Es nuestra obligación aceptarla y transmitirla de la forma más ejemplar posible.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.