La diferencia entre tristeza y depresión

A lo largo de cualquier día de nuestra vida vamos a pasar necesariamente, porque esos nos va a hacer más eficaces en nuestra relación con los demás, por veinte estados depresivos: porque no se ha cumplido un objetivo, porque ésta persona no ha respondido como esperábamos, o porque no he acertado con los zapatos, por cuestiones casuales y que tienen su rendimiento positivo al final.

Ahora, cuando huyo de la tristeza porque creo que me va a producir una enfermedad, como por ejemplo le pasó a un familiar que enfermó, cuando adquiero miedo a la tristeza, es cuando ésta se convierte en depresión. O cuando compruebo que la tristeza viene con más frecuencia e intensidad que normalmente.

Al huir del miedo la situación aparenta ser más incontrolable, superior a mí.

Sentir tristeza o miedo es algo completamente normal, proporcional a nuestros hábitos, y de lo que vamos a sacar un rendimiento.

La tristeza nos sirve para aprender, conocernos mejor, reconocer aquellos ambientes, personas o actividades que nos hacen ser felices. Si la naturaleza nos habría privado de estar tristes, probablemente no habríamos alcanzado el nivel que tenemos ahora.

Esto es como el miedo. Si no tuviera miedo a un piso 25 sin barandilla, seguramente la especie humana se habría extinguido. La barandilla me permite ser curioso y estar seguro al mismo tiempo.

¿Entonces, debemos ayudar a una persona con depresión?

Depende de cada contexto, de cada persona, de cada familia.

Partimos de lo básico: yo quiero a mi familiar y no puedo verle así. Entonces yo haré lo que haga falta para que esté mejor aunque mi familiar me dice que prefiere pensar, que le deje.

Cuando me dice que “le deje” casi me preocupa más todavía porque lo interpreto como un empeoramiento.

Lo mejor es dejarle ese período de reflexión. Darle cubertura hasta cierto límite a sus necesidades básicas: sueño y alimentación.

Es posible que hayamos escuchado que ha estado angustiado toda la noche y por humanidad le dejemos dormir durante el día. El descanso es importante pero tenemos que procurar que se produzca en horario nocturno.

El riesgo de que haya un cambio en el ritmo de sueño tras una depresión es muy alto. La persona va a vivir de noche porque no se tiene que relacionar con nadie, no tiene compromisos, no percibe el nivel de exigencia que hay durante el día (visitas, llamadas de teléfono).

Para que esto no suceda, sería conveniente, siempre de manera progresiva y ajustada a la persona, que durante el día no se reduzca el nivel de ruido de la casa: suene el teléfono, esté la tele encendida, se sigan haciendo las tareas habituales, para ir interrumpiendo ese sueño y se vuelva otra vez al período nocturno.

Con la alimentación pasa lo mismo. Se tiende a la anorexia, no se tiene apetito. Ese estómago vacío fomenta todavía más las sensaciones internas. No hay posibilidad de distinguir entre la angustia y el hambre. Es un círculo vicioso, la falta de apetito produce depresión y al revés.

En la familia lo que podemos hacer es mantener las comidas, el ideal de cinco comidas diarias, en el horario habitual y nada que implique masticación (cremas, purés, sopas, yogur). Cuando estamos deprimidos no es fácil masticar, queremos acabar cuanto antes.

¿Pero hasta cuándo podemos dejar a esa persona así?

Si se prolonga un estado depresivo, más allá de una o dos semanas, es porque hay hábitos propios o ambientales que están sosteniendo o manteniendo esa depresión.

Si se prolongase ese tiempo, sería conveniente que un especialista se encargase de valorar y examinar qué pensamientos y conductas se están produciendo en ese contexto para redirigirlas, darles respuesta u ofrecer otra solución.

Si todo mi entorno no me aprueba, y yo llevo años, desde la adolescencia, tratando de que me quieran: facilitando las cosas, haciendo favores, anticipándome a las necesidades de los demás, y veo que ni aun así, a pesar de todo el desgaste que me supone porque me olvido de mí mismo, dos o tres personas no me quieren, ahí entro en depresión.

Está demostrado científicamente que de 100 personas a 20 no le va a gustar nada de aquello que hacemos y a otros 20 les va a gustar siempre todo lo que hagamos.

Ninguno de los dos auditorios es adecuado, el que nos interesa es el 60% restante que nos va a decir si le gustan o no nuestras acciones u omisiones, no nosotros.  Este grupo no tiene memoria, hoy nos puede aplaudir algo y mañana se le ha olvidado. Es un público más objetivo.

Esto lo puedo usar de referencia, no de censura. Para seguir mejorando y construyéndome.

Esa depresión tiene que servir para cambiar de hábito. Yo puedo sostenerla en el tiempo diciendo: “Ves, estoy en la cama y hay dos de cada diez familiares que ni han preguntado por mi”.

Llega un instante en el que me digo que ya no van a venir nunca. Y razono, porque la tristeza me permite razonar, que no son imprescindibles, que es innecesario que me quiera todo el mundo y vaya, hay dos o tres que me quieren un montón.

“Fíjate que me he mostrado agresivo, que no me aseo, que no les hago caso y aun así, me siguen queriendo, es devoción lo que tienen por mí”.

Así es como de una forma intuitiva se va haciendo un cambio de perspectiva.

Realmente ya tengo dos de cada diez seguros, voy a por los otros seis que vienen intermitentemente, se alegran de verme bien y no me dicen nada cuando me ven dormido. Me voy a levantar de la cama para ganarme a esos seis.

Lo mismo esto no es suficiente de cara a otros diez años más cuando volvamos a otra depresión.

Hay veces que las depresiones se producen por cuestiones accidentales: rupturas conyugales, despidos sorprendentes o fallecimientos.

También estamos viviendo en una cultura en la que queremos resolver los problemas inmediatamente  o que el dolor se pase en el instante.

Esto aumenta los falsos positivos de depresión. Depresiones diagnosticadas es un número concreto pero las cifras que nos llegan están muy sobre dimensionadas porque se están utilizando psicofármacos para la distimia.

La distimia es un estadio entre la tristeza ocasional, del día, y la depresión mayor. 

Como todas tienen un efecto positivo a medio- largo plazo pero somos más intolerantes o nos da miedo porque hemos tenido algún familiar que ha pasado por una situación similar o no queremos mostrarnos vulnerables en relación a nuestro entorno, por lo tanto, huimos de ese estado.

Lo más importante de todo es la conciencia.

En éstos años de experiencia lo que me he dado cuenta es lo importante que es para la persona saber lo que está pasando, darle una explicación de dónde empezó, por qué se ha mantenido y por qué ahora y no en otro momento se manifiesta el problema.

Además, esto va a permitir erradicar la idea de “enfermedad”.

Estamos acostumbrados a que una gripe dura una semana o a que una operación requiere tantos meses de recuperación, lo que nos hace pensar que esto que nos pasa es como el resto de las enfermedades: ajeno, incontrolable y que necesitaré una pastilla para que se me pase.

Cuando nos damos cuenta que no es una enfermedad sino un proceso de crisis casi inevitable que va a dar lugar a una superación mucho más satisfactoria, se empieza a ver de otra manera.

Ya no hay tanta prisa por salir corriendo, se forma una actitud más expectante, más investigadora de sí mismo. Ya se retiran otro tipo de significaciones, de culpa propia o ajena, se genera una actitud más constructiva, más positiva.

El especialista va a acompañar en el proceso teniendo muy a mano la herramienta más precisa para que la persona no requiera de más tiempo experimentando por ensayo y error.

El terapeuta va a aconsejar o sugerir que la persona de forma voluntaria y responsable use un recurso que ya conoce pero en el que ya no confiaba.

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