Y ahora ya sí, de vuelta, que hacía mucho que no os contaba nada.
Lo que os voy a narrar hoy ha sido la experiencia más agridulce que he sufrido en los últimos meses, aunque, leído ahí, sentaditos delante de la pantalla, os haréis una imagen de mí algo peor de la que ya podáis tener, por absurda y llorica ;-).
Parto de la base de mi absoluta indiferencia hacia la montaña. Ni me gusta ni me disgusta en especial. No me llama, está en el último escalón de mis vacaciones soñadas. Soy urbanita, que le vamos a hacer.
Creo que influye mucho la educación “forestal” o “montañera” que nos den de pequeños. Yo no he pasado los fines de semana en el campo, nunca he tenido pueblo, mis vacaciones han sido de playa. No conozco un camping, ni he dormido a la intemperie jamás. Las estrellas me gustan en su faceta romántica, no en la de orientarme en la oscuridad. No he tenido novietes escaladores, ni montañeros, ni “de campo”.
Y, de repente, señores, en unos meses, Jaime se transforma en boy-scout, empieza a aparecer en mi casa todo un arsenal de mosquetones, zapatones, mochilones y todos los “ones” que la montaña lleva adosados, y ahí voy yo, un sábado cualquiera, sin niñas, que me podía haber quedado en mi sofá disfrutando del silencio, a La Pedriza, (“la Pedri” para los madrileños acostumbrados a pasar allí muchos domingos), un impresionante paraje natural de la sierra de Madrid, exactamente, en el municipio de Manzanares El Real, de excursión, a pasar el día y relajar la vista, literalmente en nuestro caso.
- “Cariño, un par de horitas de pateo”
- “Cariño?? Pateo??….Y UNA M!!!!
Tres horas de sufrimiento militar. Porque yo no se vosotros, pero a mí me cuesta transformarme en cabra montesa así, al momento. Pedruscos y más pedruscos que tienes que ir subiendo, dejándote la poca musculatura que me queda, “a pasito de 8.000″, es decir, pasos cortitos y buscando escaleras naturales para intentar hacerlo más fácil. Todo esto, a unos 22 graditos, con unos 22 kilitos de más (así, tirando por lo bajo), y eso que no llevaba nada de peso en la mochila.
Tuve que parar una y mil veces, y conmigo mis compañeros de expedición. Qué paciencia. Gracias, chicos.
Vistas desde una de las mil paradas
Después de un auténtico sufrimiento, una nube que nos dejó algo de granizo, sudor y lágrimas literales, culminamos ruta y llegamos a El Yelmo, objetivo de la excursión y oscuro objeto de deseo por un montón de gente que me adelantó cual gacela en la ascensión.
Al llegar arriba, una vez recuperada de mi mosqueo conmigo misma y mis limitaciones, y, de rebote, con mi “cariño”, ésto es lo que obtuve de regalo.
El……¿regalo?
Pues sí, muy bonito todo, tan gris, tan rocoso, tan…….¿pero que me estáis contando? ¿Esto es todo? ¿Os burlais de mí?
Lo se. La paz que se respira, el contacto con la madre naturaleza, que sí, que sí, pero las ganas de vomitar que he tenido un par de veces, el dolor muscular que voy a soportar toda la semana y la mala leche concentrada en mi entracejo no se si lo merece.
Reconozco que una vez calmada y sin dolor, el ratito de comilona, risas y lectura al sol compensó el esfuerzo.
Al final, tendría que hacer una valoración positiva, muy a mi pesar. Porque claro, ahora toca bajar, y bajar es fácil y mucho más rápido. Todavía me estoy riendo cuando recuerdo lo ilusa que fuí.
La primera parte no fue muy mal, la verdad. Buen ritmo, sin incidencias, forzando un pelín de más los brazos para apoyarme en las piedras, pero, en general, aprobado. Ay, amigos, la segunda mitad.
Las increíbles vistas desde la encina donde descansamos
Después de agruparnos en la encina, más o menos mitad de recorrido, y hacer alguna fotito de nuevo con El Castillo de los Mendoza al fondo, empezó mi tortura.
Me resbalé 2.435.537 veces porque mi calzado no era el adecuado, de esas, 2 besé el suelo, una con las espinillas y otra con las posaderas (sí, sí, con todas ;-). Me dí otras 2 con troncos de árboles asesinos que me han dejado unas marcas preciosas en las piernas. Se nos hizo de noche, y ya fue el remate, ataque de ansiedad incluído. Una maravilla, vamos. Para repetir mañana mismo.
Menos mal que el yin y el yang siempre están compensados, y la excursión me regaló un fin de fiesta precioso.
Como nos lo habíamos merecido, decidimos clausurar la jornada tomando unas cervecitas, y elegimos para ello El Jardín de las Delicias. Un “bareto” chiquitito, pero con el encanto de la sierra, mil detalles para que tu estancia allí sea de lo más acogedora y una decoración super-original.
No le falta detalle. Fijáos en la lana y las agujas para tejer.
Juegos de mesa, estufa de leña, mantitas en los sofás, cojines “achuchables”. Incluso tenían un silloncito para los fumadores en el exterior. Cuidando el detalle. Se nota el cariño que le tienen a ese trocito de monte que tanto castigo me dió a mí.
En definitiva:
No estoy preparada para esa ruta, quizá para otra mucho más ligera.
No se puede ir a la montaña sin la equipación adecuada, ya sea zapatillas, pantalones, mochilas, etc.
Imprescindible, buena compañía, mucho mejor si son expertos montañeros como los que me acompañaban a mí, buenas viandas, mucha fuerza de voluntad y muchas risas.
No puedo obligarme a hacer cosas que no quiero hacer. Los sufrimientos vienen solos, no voy a ir a buscarlos. El balance mal rato-buen rato no estuvo compensado.
Hay que estar preparado para los días posteriores, sólo en el caso de muchos kilos y poca actividad física, como es el mío. Me duelen los brazos y tengo muy muy cargadas las piernas, sin contar las marcas de guerra de mi espinilla y mi rodilla.
Todavía no entiendo la hipnosis que parece producir la montaña. Y no tengo intención de entenderlo, la verdad. Para lo próxima, yo me quedo en el sillón y aprendo a tejer si hace falta, pero no me habléis de piedras en una temporada.
Acepto todo tipo de críticas, razonamientos y motivos para hacerme cambiar de opinión, pero os aseguro que soy dura como una roca (Chiste final. Chim-pún)
Os dejo, que hoy os he hecho perder mucho rato leyendo.
Como siempre, os leo!!