Había leído en la revista Harpers Bazaar que se trataba de “Menopausia social”. Allí lo explicaba muy claro: “Se refiere a ese momento en el que prefieres quedarte en casa tirada en la cama en pijama (o decides descansar, leer un libro, salir a hacer deporte, ahorrar, cocinar, lo que sea) con tu gato, tu novio o tu novia, tu amigo o tu amiga, antes que sucumbir al FOMO – fear of miss out, o miedo a perderte algo- y pasearte por todos los eventos, los compromisos, los conciertos, las citas y las fiestas que tenías antes, a los que ibas corriendo sin dudarlo.”
“Si una revista ha dado nombre a esta extraña sensación, ¡Es que no seré la única!”, se decía Carol.
Desde que cumplió la treintena, sentía que el mundo se dividía en dos tipos de personas: la mitad de ellas se estaban casando y buscando un bebé, mientras que el resto, salían de fiesta fin de semana sí, fin de semana también en busca de una sobredosis de alcohol, flirteo y risas.
Se sentía horrorizada. Huía de ambos clanes y, lejos de sentirse identificada, se sentía un bicho raro tanto en un grupo como en el otro. “¿Quién da apoyo a los treintañeros que no desean ligotear, desfasarse y recuperar la veintena? ¡Nadie!”, se lamentaba.
Había oído tantas veces la típica frase… “Mientras que no aparezca nadie especial, ¡Disfruta lo que puedas!”. Pero obviamente, ese “disfruta” no implicaba levantarse un sábado a las 8h de la mañana sin que el despertador lo hubiera provocado, preparar crema de boniato, zanahoria y cúrcuma después del desayuno, ni mucho menos leer libros de autoayuda por las noches.
Se sentía algo prehistórica. Detestaba las resacas y, después de las cenas, solía marcharse a casa bajo el pretexto de alguna obligación más o menos importante a la mañana siguiente.
Carol deseaba ser aquella chica juvenil, con ganas locas de apuntarse a todo, con ese afán de planear un martes qué hacer un viernes y de no perderse nada. Se sentía joven y sexy en ese rol, a pesar de lo que le ansiaba en aquel entonces perderse algún plan en grupo. Parecía que si no estaba allí, perdería cierto estatus social. Su misión era pertenecer, cual adolescente que lucha por el sentido de pertenencia entre sus iguales para cobrar valor.
“¡Qué estrés de vida tan infantil!”, se decía mientras recordaba la que fue. “¿Y qué si hoy no tengo ganas de hacer unas copas? Si tengo que esforzarme tanto para propiciar un encuentro con el que se supone que será mi príncipe azul, eso quiere decir que no tengo que conocerle hoy”. Al fin y al cabo, los libros que devoraba en sus noches de soledad, recalcaban que el “fluir” implicaba vivir según lo que sientes y vibrar en consonancia. Se convencía con esas teorías repitiéndose que no podría surgir una bonita historia de amor aquella noche cuando lo único que deseaba era pillar la cama y ocupar la mañana con alguna actividad que le aportara algo más.
Por momentos, aborrecía el funcionamiento de los grupos. Para sentir que pertenecía, debía cargarse su individualidad. Era incapaz de no fallar nunca y de estar siempre, como solía hacer antes. Aún así, le encantaba la sensación de control, poder y compañía que sentía en aquellos maravillosos años. Todos la solían tener en cuenta. Carol era una pieza clave. Ahora, sin embargo, era prescindible. Sentía como a favor de complacer sus propias apetencias, renunciaba a la firme adhesión al grupo y, así, a la pertenencia y seguridad que suponían formar parte de él.
Vivía en una constante contradicción. Deseaba intimidad, unión, formar parte de… Sin renunciar a ella.
Carol estaba por encima de una pareja, un grupo, un evento… Estaba a favor de ella misma, señal de un buen proceso madurativo.
Ahora sólo le faltaba aceptar que así era.
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Capítulo 3: La soledad de Marta