Era una idea… Otra más, pensaría las personas que me acompañaban… Le acaban de operar y ya está pensando en que hacer desde hoy mismo ¡Que pesado! La idea fluía en mi cabeza, era un torbellino, estoy acostumbrado, mi cerebro me pide ¡escribe! ¡Apunta! ¡Desarrolla! Y surgen los datos, fechas, nombres, personas… A la par me acompañan los recuerdos de lo que me ha hecho sufrir la puta enfermedad y se me saltan las lágrimas… Pero se me saltan de verdad, no es una manera de hablar.
La diferencia es que son lágrimas mezcladas… Sí,sí, mezcladas. ¿Sabes de qué?
1.- De sufrimiento: Lo que me ha hecho sufrir a mí y a los míos no tiene nombre. Quiero expresarme con tacos, pero no es correcto. El tren se mueve por las vías, miro por la ventana y recuerdo esos momentos duros que he pasado, lo que no ha permitido hacer, lo invalidante de sus efectos, su daño psicológico devastador… Con nuestro equipo os daremos apoyo en estos puntos para superar esa barrera tan difícil de franquear.
2.- De impotencia: Ante la enfermedad desde el punto de vista administrativo/legal. La Administración no reconoce mi padecimiento y la comunidad médica lo acuña con la coletilla de síndrome de. Nuestro equipo de asesores jurídicos estudiará tu caso para defender tus intereses frente a la Administración central y autonómica. ¡Vamos a ir hasta el final!
3.- De rabia: Que se preparen los puntos 1 y 2… Ahora me toca a mí. ¡Voy a por ellos a muerte! Estoy seguro que tienes la fuerza y la garra suficiente para superar tus obstáculos. Déjanos que te ayudamos en los momentos de debilidad…
Y aquí comienza todo. Contaremos con la colaboración de médicos, peritos, abogados, psicólogos… Haremos entrevistas, artículos… La enfermedad no llega para quedarse, ¡Hay que ir a por ella!
Los inicios. ¿Qué me pasa doctor? La búsqueda de una solución para superarme.
Es lo primero que pensé cuando en realidad me di cuenta de que la enfermedad que padecía me estaba arrinconando. Este hecho no fue al comienzo del padecimiento, sino mucho más adelante, cuando ‘ella’ me arrinconó en una esquina de mi casa.
Las primeras manifestaciones de que ‘ella’ estaba ahí fueron difusas. De hecho necesito mirar mis informes para ver desde cuando llevo padeciéndola. Un día aparece, pasan unos meses, vuelve a mostrarse… Así hasta que saca su zarpa y te da un golpe que te arrincona acobardado.
Se convierte en tu día a día, siempre está ahí. Cuando llegas a este punto es cuando empiezas a tocar fondo y es cuando estás en sus manos. ‘Ella’ es más fuerte, tiene el poder ante ti, te invalida para cualquier tarea que quieras desempeñar.
De acuerdo, continúo con el tratamiento y sigo las mismas pautas. Pues, muchas gracias, hasta la próxima.
¡Es increíble!, me siento bien porque me despido del médico con normalidad, como cualquier otro paciente. Suena raro, pero es que conseguir esto, que me traten con el mismo respeto que al resto de los enfermos, bueno, en realidad, simplemente que me consideren un enfermo, me ha costado, nada menos que unos cuantos …la verdad, es que de estos he perdido la cuenta porque ¿cuándo empezó todo?
Al principio, ni yo mismo era consciente de lo que me estaba pasando, incluso, de sí realmente me estaba pasando. Un ataque fuerte… Pérdida del control… Miedo ¿Es esto la muerte? Cantidad de personas que padecen una enfermedad grave, y en la primera manifestación de la misma, de manera súbita, agresiva y absolutamente maleducada… lo primero que piensan es que se van a morir.
Tiempo después, te acostumbras a sus maleducadas visitas; luego, el agotamiento; el malestar, ya compañero inseparable del día a día… así hasta que el zarpazo fue tan fuerte que me arrinconó en casa.
Vino entonces el peregrinaje. Un el deambular, envuelto ya en el miedo, de una consulta a otra y, por supuesto, la fe incondicional en los dictámenes de los expertos que, sólo mucho después, supe que no eran más que palos de ciego que me propinaba cada vez con más hastío y menos convicción, hasta que me obligaron incluso a replantearme mi propia cordura, mientras que los síntomas, ya más que viejos conocidos malditos compañeros inseparables, minaban mis esperanzas y me envolvían en la incertidumbre.
El sistema, ¡el maldito sistema!, en el que por entonces, ¡iluso de mí!, creía que podía refugiarme, únicamente se dedicaba a rebatirme; a sacarme de encima rebotándome cuando era capaz de tirar de insistencia de un lado a otro; a tratarme como un vago, un tarado que, harto de su propia vida, mendigaba en busca de una baja.
Mi mal no tenía nombre ni apellidos, era un síndrome.
Percibí que incluso los médicos, arropados en la grandilocuencia de las palabras la clínica del paciente, sin pretenderlo se volvían meros ‘gestores administrativos’, empecinados en darme de alta, un alta que mi cuerpo no resistía, y me convirtieron a mí, en qué, ¿en un enfermo?, no, en un ‘sin papeles’: mi mal no tenía nombre ni apellidos.
La enfermedad devoraba ya muchos días de mi vida. Me di cuenta no sé ni cómo de que me tambaleaba. El desasosiego y un miedo pertinaz me devoraban. No quería despertar, ¡claro!, cuando dormía. Sólo ansiaba dejarme llevar, pidiéndole al destino que todo acabara, no sabía cómo, ¡cómo fuera! ¿Crees que pensé que no podía vivir así? ¿Qué piensas si te digo que se me pasó por la cabeza el planear un suicidio? Porque cuando alguien hace algo así, ha pasado la primera vez por la pregunta siguiente ¿Será mi salida el quitarme la vida?
La diferencia es que con nuestra ayuda queremos que cojas el camino de la vida y de la esperanza.
Echo la vista atrás y me sorprende recordar que la primera pista fiable acerca de lo que me estaba sucediendo la hallé, tirado en una camilla de urgencias con mi cuerpo cargado de todo tipo de drogas intravenosas, con la vista nublada, hecho una mierda, en un pasillo de un hospital, cuando una médico de urgencias me comunicó y trasladó al papel que aparentemente estaba siendo víctima de dos males distintos de consecuencias difíciles de catalogar.
Supe con la perspectiva que concede el tiempo que aquel papel, debidamente cumplimentado y sellado, contribuyó a empujarme a demostrar que no mentía.
Ya sólo aspiraba a que, por lo menos, me creyeran, aunque me encontraba fatal y el mundo entero se empeñaba en someterme sin piedad a un sinsentido de idas y venidas que me iba arrojando a un pozo de ansiedad que daba al traste con la calma de las cada vez más escasas y espaciadas mejorías.
¿Qué remedio? Echar mano de los ahorros, sacar los primeros mil euros y escapar del sistema para, después de años de un errar estéril, haciendo acopio de valor, porque ¿cuál sería la gravedad de mi mal?, plantarme ante otro escrito que corroborara que sí, que estoy enfermo.
Tienes que tomar las riendas de tu enfermedad. Nadie, repito, NADIE lo va a hacer por ti.
Miro los informes de los especialistas privados, mi segundo certificado, éste ya sí con valor frente a la imprecisa clínica del paciente, que localicé tras mucho investigar, una ardua tarea a la que me arrastró la desesperación y que acometí, todavía no me explico con qué arrestos, preguntando, escarbando en páginas repletas de tecnicismos, multiplicando llamadas, cruzando no sé ni cuántos correos electrónicos con muchos otros ‘sin papeles’ de aquí y de allá, buceando por todas las redes conocidas y por conocer… y tomo conciencia de que lo único que me queda, cuando la enfermedad, ahora sí, la enfermedad, me deja, es que tengo que seguir. Pero, ¿cómo?
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