Si tienes la oportunidad de ver un film de 1918, quizás no pienses que todos los adultos de más de 30 años, ya no están entre nosotros. Es el temor mayor entre las especies, perder la vida. Y alrededor de la supervivencia el esfuerzo de la vida es brutal, inconmensurable. La especie humana aún no ha superado los cientos de miles de años de durísima y desgarradora lucha por la vida. En nuestro código genético está impreso el atesorar, por ejemplo, para disponer de más recursos para sobrevivir. En cierta parte de nuestra sociedad ya no es tan necesario atesorar para sobrevivir. No obstante costará mucho realmente erradicar esta impronta.
Del mismo modo, el instinto de la reproducción, valiéndose del placer del sexo, sigue influyendo muy notablemente en la conducta humana para lograr la única victoria completa de los organismos vivos por sobrevivir a la propia muerte: Disponer de descendientes que amamos inmensamente y que, si no pasa nada contranatural, nos sucederán y al mismo tiempo se espera participen de nuevas reproducciones.
Si la vida, en su principio, apenas siendo una ameba, fuera algo casual, solo una reacción química fortuita entre millones de probabilidades, no es comprensible ese afán por sobrevivir y mantener en marcha todo el tiempo posible la unidad vital. Es solo una reflexión.
Siguiendo con el hilo anterior, Y una vez que hemos establecido ese combate entre la vida y la muerte y todos los medios que la vida ha desarrollado, corresponde observar que ocurre en la conciencia humana Ante la extinción de la vida en general y más en particular cuando esto ocurre en seres queridos. El proceso hoy el día es muy conocido y se ha venido en denominar duelo. En sí, el duelo consiste en una despedida y el proceso siguiente sobre el objeto perdidos, y hablamos de despedida sana o insana conforme las actitudes de la persona que queda en vida se van desarrollando a lo largo del tiempo respecto de la pérdida.
Podemos decir que es insano en la medida que interfiere en la actividad habitual de la persona que ha perdido a alguien. También concluimos que hay un dolor desmedido cuando se alarga más de dos o tres años en el tiempo.
Sin embargo, permítame decir que las pérdidas definitivas dejan siempre una huella indeleble en el sujeto. Finalmente hablamos solamente de la intensidad o peso que dicha huella manifiesta en el sujeto. El duelo bien elaborado no implica la pérdida de la memoria sobre quién partió, ni mucho menos. Si el peso es proporcionado y se integra en la vida corriente, podemos decir que hemos superado de forma sana en suelo y, más bien al contrario, nuestra memoria sirve muchísimo para honrar aquel que partió recordando lo mejor que nos ha dejado, y haciéndole vivo y presente entre nosotros cada vez que hay una buena oportunidad, así como expandiendo una memoria equilibrada para las siguientes generaciones. Pues es otra forma de lograr la victoria de la vida sobre la muerte.
Llamamos Zanathos al instinto de muerte que se relaciona con nuestra propia agresividad y los instintos y miedos que rodean al deceso. Así pues hemos de mirar que este instinto no domine y que el Eros, que es el instinto de vida, triunfe.
Como decía una gran psicóloga amiga personal, conseguir que el desgarro se convierta en una penita que, a pesar de la trampa del dolor que sucede a la muerte, podamos seguir el templo que nos han dado aquellos que partieron enfrentando con valor y alegría el día a día.
No podemos olvidar que todos contenemos la mitad de los genes de cada uno de nuestros padres y, por lo tanto, somos la expresión viva aquí y ahora de ellos mismos, y tenemos la responsabilidad de seguir desarrollando su proyecto de vida normalmente vinculado a la creatividad la alegría y prodigar el amor.
Ellos se van aunque son muy queridos y el ejercicio consiste en seguir queriéndolos. Como un pariente mío mi padre es aquel que está vivo.