Los devastadores efectos de esta pandemia están generando informaciones de todo tipo. Pero hay cosas que no se dicen. Y tienes derecho a saberlas.
En el año 2003 se produjo el brote del coronavirus SARS. En el año 2012 apareció el coronavirus MERS. En el año 2019 ha aparecido el SARS-2, más potente que el primero. Dentro de un tiempo, ¿qué aparecerá antes, el MERS-2 o el SARS-3? Sea el que sea, seguro que será más potente que su versión anterior. En ninguno de estos casos se dispuso de una vacuna ni de un antídoto humano. Además, como esos coronavirus mutan, el posible remedio de uno, ya no sirve para el otro.
Sin embargo, más allá de las posibilidades biomédicas futuras, que esperemos puedan llegar, ahora toca atender, comprender y aprender todo lo posible respecto a la actual pandemia, para debilitarla y derrotarla, pero poniendo un especial énfasis en la prevención.
La prevención de enfermedades
Existe la prevención primaria, la secundaria y la terciaria. La primaria se compone de medidas destinadas a evitar la adquisición de las enfermedades, utilizando vacunas, eliminación o control de los riesgos ambientales, educación sanitaria, etc. La secundaria va dirigida a detectar las enfermedades en estadios precoces, para tratar de impedir su progresión. La terciaria se compone de medidas destinadas al tratamiento o a la ralentización del proceso patológico.En todos estos niveles se intenta prevenir males mayores. Sin embargo, sabemos que más vale prevenir que curar, por lo que, siempre que sea posible, la prevención primaria será la más deseable. Pero, desgraciadamente, siendo también la más asumible, es la que más falla. Y falla porque depende de unas estructuras sanitarias que son manejadas bajo criterios que no siempre son los más adecuados.
Los mismos dirigentes —y muchos políticos— suelen enfatizar que nuestra sanidad es de las mejores. En cuanto a profesionales sí. En cuanto a medios ya no tanto. Y si nuestra salud depende únicamente de esas estructuras sanitarias, estamos vendidos. Esa es la verdad, aunque duela. Y no porque lo diga yo. Insignes doctores, grandes especialistas, han manifestado la paradoja de que aun disponiendo de los mayores avances médicos y científicos, se producen más muertes que nunca, por ejemplo a causa de trastornos cardiovasculares. Y, dicen, que eso refleja el fracaso de la prevención.
Con el paso del tiempo se dispondrá de estudios epidemiológicos respecto a esta pandemia y, quizás, se tengan en cuenta variables como la alimentación y otros hábitos de salud. Ello podría darnos respuestas más exhaustivas respecto a porqué en algunos países la tasa de mortalidad es más alta que en otros. Las explicaciones actuales lo justifican apelando a que la población está más envejecida. En otras ocasiones, a que la sanidad de un país no es suficientemente eficiente. Sin embargo, en países como España, Italia o Estados Unidos, cuya sanidad no es nada sospechosa de ser ineficiente, tienen un índice de mortalidad más elevado. ¿Por qué? ¿Seguro que solamente es porque tiene personas más longevas? ¿O puede tener algo que ver el estilo de vida, especialmente el alimentario?
Quizás alguien pueda pensar que no es tan importante el estilo de vida. Sin embargo, lo es. Y mucho. Desde hace años sabemos con absoluta certeza, porque así está admitido por la OMS y los máximos responsables sanitarios de la ONU y de muchos países ricos, que las llamadas enfermedades del bienestar, que son trastornos inflamatorios, metabólicos, inmunológicos, degenerativos, como la obesidad, diabetes, dislipemia, trastornos cardiovasculares, Alzheimer, cáncer, etc., son unas patologías que, en su conjunto, matan a más de cuarenta millones de personas cada año, equivalente a casi el 70 % de las muertes en todo el mundo. ¿Y no tiene importancia? Y es importante, además, porque los mismos responsables de la sanidad mundial afirman que la mayoría de estas enfermedades —y el consecuente gasto farmacéutico, sufrimiento y muertes— se podrían evitar simplemente mejorando los hábitos alimenticios y el ejercicio físico. Es decir, mejorando la prevención y la educación en la salud.
Estados Unidos es donde peor se come. Es el reino del fast-food. Unos hábitos —y unos productos— que ha exportado a casi todo el mundo. España e Italia, por ejemplo no se libran. Aunque tengamos la dieta mediterránea, son pocas las personas que la siguen correctamente. En general, en nuestro país y en otros, se suele consumir un exceso de hidratos de carbono refinados, azúcares y alcohol. Esto rebaja nuestras defensas, pone a nuestro organismo en una situación proinflamatoria y, finalmente, promueve la aparición de las enfermedades que nos van a acompañar el resto de nuestras vidas —controladas por fármacos—, y que nos convierten en personas de riesgo ante infecciones como la actual.
El ser humano podría vivir 120 años perfectamente —con permiso de Christine Lagarde—. Pero el sistema de vida que lleva y el medio ambiente se lo impiden. Hay un envejecimiento prematuro. En general, a partir de los 60 ya se entra en edad de riesgo..., y con patologías. No estamos sanos. No hacemos prevención real. No nos cuidamos. Nos dejamos llevar por impulsos o el placer inmediato, sacrificando nuestro salud a largo plazo y generando estas enfermedades del bienestar. Algunas informaciones aseguran que durante este confinamiento ha aumentado el consumo de cerveza y harina. ¿Dieta mediterránea?
Pero esto hay que cambiarlo. En primer lugar, si esperamos que toda la prevención la hagan los de arriba, vamos mal. Tenemos que empujarla desde abajo. Empezando por nosotros mismos. Cuidando y armonizando realmente nuestros hábitos. Por eso te digo que, por favor, no esperes.
Cuida y mejora tu salud ya. No te conviertas en población de riesgo cuando, en realidad, puedes cambiar y mejorar tus hábitos de vida para evitar llegar a serlo. Y si ya lo eres, puedes mejorar tu situación si te cuidas. La prevención bien entendida, empieza por uno mismo.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.