Está claro que la autoafirmación es una característica básica del hombre como ser humano, incluso como especie diría yo. Todos quieren manifestar su yo de una forma clara y evidente. Y supongo que no se nos puede culpar por querer dejar algún tipo de huella en este mundo frío, indiferente y ajeno a todo lo que no sea dinero. Un mundo en líneas generales carente de la necesaria sensibilidad que toda vida humana requiere, pero que nadie está dispuesto a mostrar.
Supongo que nos han hecho creer que ser sensible y mostrar nuestros corazones es un signo de debilidad, cuando nada más lejos de la realidad; la ternura, la piedad y la delicadeza son los mayores signos de madurez, resistencia y entereza que toda persona digna de ser llamada así, puede mostrar.
Así que la idea de autoafirmación, a pesar de su definición actual, surge en realidad por una debilidad nuestra y no por una fortaleza. Y es que, si lo pensamos un poco, los humanos somos seres débiles y frágiles; seres que se dejan mecer como hojas por las mareas de viento que la vida impone para luego tener una excusa frente al espejo; una justificación; un porqué. El humano necesita una razón de peso para su existencia, cuando es sencillamente al revés: su existencia ya justifica la vida.
Autoafirmarse no es más que expresar las propias ideas, las creencias y las emociones de una forma concisa y clara, pero he aquí el quid de la cuestión: sin hacer daño, sin ofender o atacar a nuestro oyente. Y cuán irónico me resulta que se necesite y se busque precisamente a otro ser humano en este constante proceso que realizamos, y que al mismo tiempo pasemos por alto los corazones y los sentimientos de esos mismamente que están dispuestos a escuchar y que sirven de auto-reafirmantes ajenos. Muchos de un lado y pocos del otro. Ojalá existiera una varita mágica para invertir los papeles.
Entiendo que todo viene porque en realidad el ser humano es el único animal carente. Y me refiero a carente de todo aquello que se necesita para poder transmutar a lo que se supone venimos a ser en esta vida: seres plenos, completos, rebosantes; me refiero a carente de los mecanismos básicos de supervivencia, carente de los mecanismos elementales de defensa que el resto de animales sí tienen y que en nuestro caso, no son los que nos han hecho creer; ya saben, el odio, la dureza, la frialdad, la indiferencia, el silencio, la guerra y un largo etcétera. Me acojo al término que ya otros científicos han usado para describirnos. ”Enfermos” han dicho; “animales enfermos” nos ha bautizado no sin razón. Incompletos diría yo. Asustadizos.
De este modo es como surge la autoafirmación; por ese maldito proceso de autodesarrollo individual, egoísta y cruel por el que pasamos todos los seres humanos. Eso nos dota de un feroz instinto de supervivencia que lo que hace en realidad es llevarnos a la más pura ingratitud; a un voraz egocentrismo cuya última finalidad es engullirnos por dentro, mientras de cara a la galería todos tratan de mantener el equilibrio. Pero es sólo eso, apariencia. Los corazones están destrozados; las mentes asustadas.
Sigo pensando que nunca se entendió a Darwin. No es el más fuerte el único que sobrevive. Es el más apto, el que con menos o con otras características lo hace mejor. Las supuestas debilidades deben tener cabida en nuestro mundo porque también estamos hechos de ellas, porque también forman parte de nosotros. Y ya va siendo hora de que todos lo aceptemos, no sólo unos pocos. La fragilidad y la vulnerabilidad existen y está bien así. No hay por qué esconderse de ello.
Supongo que vivo avanzada a la época que me ha tocado vivir porque yo hablo de amor y de unidad, las únicas estrategias que nos pueden salvar después de todo. No podemos vivir en un mundo que privilegia la fuerza, del tipo que sea, sobre la aceptación de nuestra propia naturaleza. Eso sólo nos llevará a la autodestrucción. Por eso creo que ha llegado el tiempo; es hora de madurar.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.