Hablo de LA EMPATÍA.
Empatizar con quien carece de razón (y de razones) me parecía una insolencia casi obscena. Impracticable, para ser justos.
Obviamente, no había entendido nada.
Le perdí la pista durante años. Luego crecí y di con ella sin buscarla. La observaba con recelo, desde la distancia, mientras otros me la mostraban sin saberlo. Me sorprendía cada movimiento que le descubría y empezó a interesarme su destreza y virtuosidad cuando se ponía en marcha. La veía trabajando, en acción. Tomaba prestadas personas distintas y situaciones dispares, y persistía de una forma tercamente amable, recogiendo gracias donde otros sembraron culpas; pero las más de las veces, su aparición se esfumaba en presencia de él, el EGO, cuyo EGOísmo dominante la forzaba a claudicar. Ella se iba sin dejar rastro, aunque dejando huella, heridas, a decir verdad. El bien amado ego es soberbio y no sabe de curaciones, sólo de cicatrices.
Durante tiempo observé también sus movimientos. Él es poderosamente invalidante, aniquilador de oportunidades y sobre todo, rechazante. A nadie gusta el ego de otro si no lleva su nombre.
Hace algún tiempo que entendí lo que años antes ignoré con orgullosa estupidez: la empatía no es resignación ni silencio para evitar peleas. Es ante todo respeto por uno mismo y por el otro. Es una actitud generosa y difícil, virtud de quienes la poseen y envidia de los mediocres. Y es que, detenerse a escuchar con verdadero interés al que discrepa, deseando comprender sin juzgar, es un acto que requiere de una fortaleza y generosidad impagables.
Dejarse llevar por el ego es fácil, apartarlo y dar voz al que discrepa, al otro, al que es distinto a mí, es una tarea que requiere de una maestría que sólo se adquiere practicando.
Amigos, parejas, hermanos, padres e hijos, enredados en batallas absurdas, de mucho yo y poco tú.
Tardé un tiempo en descubrir que las personas admirables, aquellas de las que gusta su presencia, no son hirientes o cortantes, no son baluartes de su propia idiotez, sino cuidadosamente amables, también con aquellos cuya soberbia o mediocridad pide a gritos un buen revés. Especialmente con estos.
Sólo puedo admirar la templanza y serenidad de quien aguarda con calma en la tempestad, y con auténtico interés, invita al enemigo a refugiarse.