Un bien preciado que en lugar de honrarlo con el mejor de los cuidados, a menudo se desprecia o se castiga su disfrute.
La comida mueve el mundo, por carencia o por excedencia. Una necesidad básica convertida en lujo innecesario o en sobrealimentación ostentosa. Un despropósito digno de locura.
Vivimos en un mundo obsceno, en el que medio mundo se muere de hambre y el otro medio está hambriento por morir.
La extrema delgadez y la obesidad se reflejan en el mismo espejo. Pero la comida no sólo sirve para tragársela o escupirla.
Se juega con la función que se le otorga, que es múltiple y dispar.
Es fascinante el doble uso que hacemos de ella: la usamos por placer, para regalar/nos... y para castigar/nos, también.
De niños se nos regala tu comida preferida, el pastel de cumpleaños los caramelos si te portas bien y a la par se nos castiga con te quedas sin postre si te portas maly si no te comes la verdura, no hay Play
De mayores nos sofisticamos en la gratificación y en el castigo, aunque en esencia seguimos haciendo lo mismo: nos deleitamos con suculentos manjares, nos regalamos comidas exóticas en maravillosos restaurantes, ofrecemos nuestros mejores deseos en una caja de bombones, obsequiamos los buenos gestos con un yo te invito, y a la vez, como en una esquizofrenia intratable, nos castigamos con dietas restrictivas privándonos de placer, saboteamos comidas familiares, mostramos enfado criticando el plato que nos sirven, o aún mejor, mostramos nuestro poderío dejándolo intacto
como muestra irrefutable de nuestra resistencia pasiva.
¿No es maravilloso el uso ambivalente que hacemos de la comida?
La usamos para seducir, para dar las gracias, para celebrar, para negociar, para exhibirnos, para reconciliarnos, para despedirnos y también para robar el placer de su disfrute, la forma más perversa de castigo.
Entonces, ¿Podríamos concluir que usamos la comida para todo menos para alimentarnos?
Fascinante.