Todo esto ha llevado al matrimonio patriarcal a una tremenda crisis, que todos estamos viendo a nuestro alrededor. La pareja ya no resiste la dominación mutua. El sufrimiento de hoy es la propiedad: "mi" marido, "mi" mujer. Esa palabra "mi" es el sufrimiento. El ser humano no puede ser propiedad de otro ser humano. Puede ser tremendamente generoso, tremendamente amoroso, pero no puede ser propiedad de otro ser y sentirse como tal Lola Hoffman.
No es fácil comprender qué se está diciendo cuando se habla de violencia de género. Si eres hombre, la confrontación del término es directa, implacable. Te coloca bajo sospecha y no te representa, más bien te interpela, te denuncia y te exige reflexión.
Lo masculino y lo femenino
No siendo la masculinidad un atributo específico del varón, los hombres han representado por milenios los rasgos de lo masculino, que en su exacerbación dominante sobre lo femenino, deriva en machismo. El hombre es primeramente machista consigo mismo, en tanto que reprime y castiga su propia feminidad, y la relación con la mujer no es sino un reflejo de esta amputación interior.
Desde tiempo inmemorial venimos funcionando en automático, en una sociedad estructurada en base a una ideología machista. Como hijos e hijas de un patriarcado ancestral somos ambos sexos portadores de un machismo inoculado. La familia ha sobrevivido en un equilibrio neurótico por milenios, en que la mujer actúa lo femenino y el hombre lo masculino. Una polarización que ha funcionado en tanto que servía a una causa, la perpetuación del imperialismo y la conquista de lo ajeno.
Tal grado de segregación es posible de dos maneras: la imposición del hombre sobre la mujer y la creencia en el amor romántico, una estrategia elaborada que idealiza la unión de dos personas altamente polarizadas y por ende dependientes e incompletas. La idea es que el otro me complete y me salve de mi escisión interna. El resultado es una pareja disfuncional, una unión enfermiza que funcionará en la medida en que ambos crean en tal juego de roles y alimenten, el uno al otro, un estado de inmadurez e infradesarrollo.
El machismo ha sido y es el cemento que une la pareja, tal y como la conocemos. La pareja patriarcal, un tipo de relación violenta en tanto que se trata de restringir, de dominar la vida del otro, de moldearla en beneficio propio, programar la existencia de otro ser para que me sirva. Esto es el día a día en el consultorio de terapia de pareja.
La violencia doméstica
Hablamos de violencia de género, un término que está apuntando al diseño social de los estereotipos de género de base machista y por tanto impositivo, dominante y violento. Es lo que denominamos violencia estructural.
No es violencia de género un término que recoja la totalidad del abuso que se da en el ámbito de la pareja. Los problemas de pareja son co-partícipes, así como el modelo de pareja patriarcal es transmitido tanto por el hombre como por la mujer.
Por tanto para visibilizar los casos de maltrato de la mujer hacia el hombre, mayormente psicológico, aunque también físico, hay que referirse a violencia intrafamiliar o violencia doméstica, aunque ninguno de estos términos sea unidireccional como cuando hablamos de violencia de género.
Es urgente visibilizar el hecho de que el hombre también es receptor de maltrato, pues no solo pone en riesgo su integridad, comprometiendo su salud bio-psico-social, sino que la discriminación se va institucionalizando, decretando sentencias judiciales que relegan al padre a mero proveedor, desestimando la presunción de inocencia y apartando dolorosamente a los hijos, que a su vez tanto necesitan de la presencia del padre para su pleno desarrollo psicoemocional. Hablar del hombre es hablar del padre.
Actualmente el hombre se haya en un estado de indefensión legal ante los casos de abuso y violencia doméstica, lo que provoca un auténtico desamparo social y ausencia de ayuda.
Pareciera que el empeño del lobby, el verdadero poder, el que decide qué producto saldrá al mercado de opinión, es aumentar la brecha entre los sexos, avivar las luchas de poder y la crisis de pareja, preservando de paso las estructuras machistas que edifican nuestra sociedad.
Las campañas de publicidad contra la violencia de género provocan un efecto criminalizador del sexo masculino en general, que les sume en la sospecha de ser maltratadores potenciales. Una cosa es hacer balance del machismo inoculado en nuestra psique, otra cosa es extrapolar la acusación de violencia generalizada a todo un género. Pero tratemos de profundizar en este tema tan delicado. Veamos.
La crisis de identidad
Si como afirma Claudio Naranjo en su obra La Mente patriarcal, el primer golpe a la estructura patriarcal ha sido el auge de los movimientos feministas, podemos considerar el maltrecho momento actual como un escenario de cambio, un cambio crítico y necesario para revertir la preponderancia del autoritarismo de la razón y el intelecto sobre el saber instintivo y la ternura, la violencia con la que el pater familias ha impuesto su poder sobre la madre y los hijos, en propiedad.
Esta crisis del patriarcado va resquebrajando poco a poco la organización social que conocemos y el empuje de los movimientos feministas ya ha logrado romper los cimientos, abriendo un panorama de posibilidades nuevas en un reciente y delicado escenario en el que los roles de género están en cuestión. Podemos hablar de una crisis de identidad de género que afecta a mujeres y hombres, aunque no de la misma manera. En este orden de cosas la crisis de pareja está servida, siendo hoy día un fenómeno de interés creciente dada la dificultad de sostener la pareja. La creciente demanda de terapia de pareja también es un indicador de la necesidad de orientación actual, tan grotesco es el escenario de sufrimiento en pareja que bien pudiera ser explicado por la idea de mente foránea de Carlos Castaneda, en alusión a una parte de nosotros absolutamente domesticada y condenada a sufrir.
Al tiempo que asistimos al empoderamiento de la mujer, históricamente abnegada y obligada a representar ciertos roles adjudicados por la cultura patriarcal, presenciamos de otra parte la así llamada crisis de la masculinidad, el espectáculo de la desorientación de los hombres que han perdido sus referentes. Hoy día es difícil para un hombre comprender el alcance de esta crisis de identidad. Conducirse por la vida como sexo privilegiado ya no es un buen negocio, el momento social obliga a reflexionar y dejar de lado las actitudes machistas. El hombre de hoy está en el punto de mira y ha de plegarse a las exigencias de los nuevos tiempos. Muchos hombres están revolucionando este proceso y se suman a la perspectiva de un feminismo más amplio e inclusivo, en el que ser feminista es ser persona principalmente, un feminismo que trasciende las ideologías de género, implacable con la desigualdad e inmensamente pedagógico. Un feminismo como este, educa al hombre y lo va sanado de una herida ancestral hecha de sacrificio y de dureza.
Recordemos: los hombres, tradicionalmente no comparten la fragilidad emocional, el dolor, el miedo, la tristeza, la confusión, entre otras cosas porque no saben nombrarlas, nadie les mostró ni les dio el permiso de ser, de ser plenamente, de ser la otra mitad, la mitad vulnerable. Una inmadurez emocional de este calibre nos predispone irremediablemente a recibir o a perpetrar el maltrato. La mujer nos desborda por siglos de desarrollo de una inteligencia emocional, obviamente conoce los cauces de la persuasión y también sabe de nuestra bobería.
El hecho de no compartir la experiencia interna más íntima es una locura enorme. Para portar semejante silencio hay que negar, y la negación es represión, es escisión, es locura.
Si no ofrecemos sostén emocional a los hombres, si no conformamos espacios donde puedan abrirse, madurar e integrar esas partes escindidas de si, el hombre irá a la pareja incompleto, rellenando este agujero con deseo, un deseo de ser reconocido en su rol. Si por otro lado le frustramos la recompensa de tal amputación interna, una recompensa reflejada en la satisfacción de haber conseguido proveer al clan, si su rol de proveedor principal desaparece, pero tampoco uno se haya suficientemente cerca de los hijos, entonces tenemos una bomba, una crisis de identidad.
Los roles de género
Los roles de género y el carácter son dos términos que se dan la mano. Son como el bastón al cojo, si nos lo quitan nos caemos. Una pérdida de identidad es un asunto delicado en términos de salud mental.
Cabe una pregunta, ¿está la mujer verdaderamente preparada para aceptar esta transformación del hombre moderno? Recordemos que la cultura patriarcal no solo se da por imposición de los hombres, no olvidemos la figura de la madre como gran pedagoga en el proceso de crianza de los hijos, niños y niñas, de los hijos e hijas del mañana. Gran parte de los problemas de pareja son una resistencia al cambio de roles. Lo que llamamos crisis de pareja es un desgaste, un agotamiento, porque uno percibe en alguna parte de sí que la salida es terrible, entonces la posterga. Implica un valor enorme salir de la dependencia.
Tradicionalmente la identidad de género en el hombre se construye por negación y diferenciación de los rasgos femeninos, así como la identidad de género de la mujer se construye en base a la negación de lo masculino en ellas. Nos topamos ante un dilema difícil de solventar. El pensamiento feminista es consciente de este artificio de los roles culturales asignados, lo viene denunciando con insistencia, pero en la práctica, hombres y mujeres seguimos expuestos al amor romántico. Nos sentimos irremediablemente atraídos por la polaridad fuera de nosotros. El hombre sigue buscando a su princesa necesitada y desvalida, la mujer colma sus deseos con su príncipe azul salvador. No escapamos a la ingente cantidad de deseo generado desde la infancia, por eso la solución pasa por una educación libre de este vicio emocional que es el amor romántico. Si desaparecen los príncipes y las princesas, si terminamos de enterrar al maldito Walt (primero habría que descongelarlo), ¿quiénes somos?, ¿y tú mujer, podrás acoger la vulnerabilidad del nuevo hombre?
La educación recibida no preparó a los hombres a recibir tamaña acusación. Nos hiere y hermetiza la mirada de una mujer que denuncia el machismo que portamos. El hombre del hoy presenta atónito un tránsito cultural especialmente sensible para él, pues no solo ha de salir de su estado de estupor y aceptar la parte de su psique culturalmente condicionada y predominantemente machista, sino que ha de buscar la manera de colocarse frente a esta nueva mujer que reclama la igualdad de género.
Solo en términos de autoridad estructural han sido y son los hombres todavía el género privilegiado, en la medida que copamos las estructuras de poder, los altos cargos. Poco se habla del poder que la mujer ostenta en la familia, un poder diádico, más presente en sociedades de carácter más matriarcal.
En el escenario de la familia (célula básica de la sociedad) la mujer ha desarrollado históricamente estrategias en base a sus herramientas disponibles: la seducción y la manipulación emocional hacia el hombre. La cultura ha premiado estos rasgos de la feminidad: el desvalimiento, el victimismo y el infantilismo dulzón, que ya la mitología griega representara en el mito de las sirenas, que viene a reflejar la misandria y lo que hoy conocemos como feminismo radical y militante, que no es más que odio y herida en una dosis letal.
Existe un ímpetu feminista que corre el riesgo de constituirse en matriarcado y usurpar el poder de una estructura machista. Esto excede la saludable meta de conseguir la igualdad entre hombres y mujeres. Tenemos un ejemplo en el actual matriarcado judicial con su ley integral de violencia de género, que extiende la sospecha de maltrato a todo el género masculino sin interés por comprender las dinámicas del abuso emocional y del maltrato psicológico.
Las grandes pedagogas del hoy habrán de pararse a reconocer la importancia de que el hombre descanse en un rol, en una nueva identidad valorada positivamente por la sociedad. La acusación generalizada hacia el hombre tan solo polariza e incrementa la brecha si no va acompañada de una comprensión, también del esfuerzo que estamos haciendo tantos hombres de revisar el machismo inoculado en nuestras mentes y que nos llega de mano de nuestras propias madres, de tantos años de escolarización-domesticación, del cine y la cultura, del grito del padre que sentencia.
La violencia doméstica no tiene género
La invisibilidad de la violencia de la mujer hacia el hombre, se agrava por los mandatos interiorizados en el hombre, el juicio interno como hombres, la presión del rol de género también se vive desde dentro, los hombres no lloran, pero también desde fuera, es el estigma social, que juzga inapropiado que un hombre se victimice públicamente, es decir que muestre su vulnerabilidad. El resultado es el silencio, la vergüenza, el dolor y la indefensión frente a una mujer abusadora.
La terapia de pareja es un buen recurso para ir deconstruyendo los roles de género y reinventarnos en un nuevo equilibrio tan personal como lo es cada pareja, una oportunidad de co-crear un viaje acompañados, un viaje que valga la pena.
Se trata de integrar, no de escindir. Demonizar lo masculino es una pérdida para ambos sexos, porque lo masculino es una energía, una disposición de ánimo, una actitud constructiva hacia la vida y por tanto un rasgo de la naturaleza humana benéfico y deseable para el desarrollo de las personas. "La tierra necesita del sol para ser fecundada".
La crisis de la masculinidad pasa por el reto de integrar lo femenino, de abrirse a la fragilidad y a la pareja desde el corazón.
Rubén Garrido
Psicólogo Sanitario y Psicoterapeuta Gestalt