El fracaso es una palabra que está en boca de muchos. Para unos, significa hundirse, haber fallado. Para otros, una oportunidad tras un revés. Sin embargo yo me resisto a hablar de fracaso. Simplemente, no acabo de entenderlo así, al menos en la inmensa mayoría de las ocasiones.
Para mí fracaso se podría aplicar en una situación en la que apostemos por algo al 100%, estemos totalmente seguros de que va a funcionar una idea, y al final no funcione. Pero lo normal no es eso. Lo normal es que, tanto en lo personal como en lo profesional, lo único que hagamos sea iniciar aventuras, probar.
Si comenzamos una relación de pareja y a los 10 años (o 10 días, me da igual) se rompe, ¿ha fracasado? Pues no, simplemente ha acabado. El sol no fracasa todos los días. Las películas no fracasan porque finalizan. Ni las vacaciones. Las relaciones duran lo que duran. Si duran 10 años, son un éxito de 10 años. Si no hubieran empezado no habrían acabado, claro.
Y con el resto de las decisiones ocurre lo mismo. Cuando invertimos, o emprendemos, o cambiamos de trabajo, o decidimos una ruta para llegar a algún sitio, debemos contar con que el resultado puede ser mejor o peor. Si es peor, no es un fracaso, es parte del juego. Yo juego al pádel, y al fútbol. En ninguno de ambos deportes voy a ser una estrella, la verdad. Por ello, a veces gano y muchas, pierdo. Cuando pierdo no he fracasado, es que alguien tenía que ganar. Ojo, prefiero ganar pero juego para divertirme; por ello si pierdo me divierto igual.
Si en el cambio de trabajo, vivienda, pareja, etc., salgo perdiendo no he fracasado, era un riesgo que asumía. Y asumir riesgos nunca se puede considerar fracasar.
Por eso creo que debemos desmitificar el fracaso. Tanto para lo bueno como para lo malo (aunque si es para lo bueno, bienvenido sea). Existen resultados ante las decisiones. Y a veces finalizan las relaciones. En ningún caso significa que se haya fracasado o que se haya cometido algún error. Y, por supuesto, cometer errores tampoco es fracasar.