Erase una vez un palacio enorme habitado por los reyes, la princesa, el mayordomo, el cocinero, el ama de llaves y un loro. Sí, si habéis oído bien…, el loro se llamaba Mudito y formaba parte de la familia real desde que la reina era una niña.
Mudito pasó a ser propiedad de la princesa, como no podía ser de otra manera, debido a la insistencia de la niña ante sus padres. Los caprichos de Manuela debían ser satisfechos de inmediato, en caso contrario la niña hervía en ira y sus gritos y pataleos se escuchaban prácticamente por todo el reino.
Mudito, como su propio nombre indica, no hablaba. La reina hizo todos los esfuerzos posibles para que así fuese, le enseñaba palabras nuevas todos los días y lo trataba con amor y dulzura. El rey no le prestaba mucha atención, ya que a él le gustaban más los perros, como blanquito, el Golden Retriever de palacio. La princesa se enfadaba a menudo con Mudito por no mediar palabra. El servicio apreciaba mucho al loro , especialmente Roberto, el cocinero de palacio. A pesar de su juventud (no tenía más que 16 años) era un excelente chef. Aprendió de su padre, Adolfo, cocinero de la reina desde su infancia y tristemente fallecido hacía un par de años.
Los años pasaron y la princesa se convirtió en una bella joven, aunque sus caprichos y su carácter complicado iban en aumento. Sus padres no sabían que hacer para satisfacer sus deseos y así mitigar sus estallidos de ira.
Un día la princesa estaba sola en el comedor de palacio y escuchó de repente:
– No soy nada para la princesa, no me quiere y nunca lo hará.
Sorprendida, empezó a rebuscar entre los muebles del enorme comedor y a mirar a todos lados, pero solo pudo localizar a Mudito. La princesa, muy extrañada, se preguntó en voz alta quién podía haber pronunciado esa frase.
Y otra vez se escuchó:
– ¿Porqué no me quiere si yo haría cualquier cosa por ella?
La princesa, entonces se dio cuenta de que quién hablaba era Mudito.
–Vaya… le tendremos que cambiar el nombre al dichoso pájaro, dijo ella con la dulzura que le caracterizaba.
Corrió a través de los interminables pasillos de palacio en busca de su madre, que se encontraba en el jardín, cortando rosas para colocarlas en la habitación de la princesa.
–¡Madre, madre!, ¡Mudito ha hablado!, dijo la princesa emocionada
La reina no daba crédito y se fue al comedor a inspeccionar a Mudito.
–No merezco estar con ella, soy demasiada poca cosa, ella no para de recordármelo con sus desplantes. Dijo Mudito.
La reina y la princesa empezaron a preocuparse. La princesa recordó lo que Mudito había dicho antes y eran palabras horribles.
La princesa empezó a sentirse culpable. Le dolía que Mudito pensara esas cosas de ella. Ella sí que le tenía aprecio pero no sabía como demostrárselo. No era un loro muy listo, si había tardado tantos años en aprender a hablar…
Mudito no paraba de decir este tipo de frases y los reyes creyeron oportuno llevarlo al hechicero del reino ya que la princesa había mejorado enormemente su actitud hacia él pero parecía no surgir efecto.
Después de evaluar durante varias semanas al loro, el hechicero convocó una reunión de la familia real en pleno en los jardines de palacio.
Una vez allí mandó llamar también a Roberto, el cocinero, ante la sorpresa de todos. El hechicero empezó a hablar.
– Lo primero que deben saber es que Mudito lo único que hace es repetir palabras o frases que escucha. Por tanto no se trata de lo que él piensa o siente, sino de lo que siente y verbaliza una persona delante de él.
–¿Y quién puede pensar esas cosas tan horribles? dijo la princesa.
Los reyes bajaron la cabeza. La princesa los miró y se echó a llorar.
–Hija, tendrías que reconocer que tienes un carácter muy complicado y a veces no tratas bien a la gente.
El hechicero intervino.
–Las frases que repite el loro no son de tus padres, ¿verdad que no, Roberto?
La princesa se secó las lágrimas y se quedó mirando al cocinero, perpleja.
–N…no…creo que son frases que he pronunciado yo, se…señor.
-Creo que Roberto y la princesa deben mantener una conversación a solas, majestades. Dijo el hechicero.
Todos marcharon y la princesa y el cocinero se quedaron a solas. La princesa estaba desolada.
–¿Tan mal te he tratado, Roberto? Dijo entre lágrimas
–Entiendo que me trate mal, majestad. Usted es una princesa y yo un simple cocinero. Dijo Roberto, cabizbajo.
-¡Eso es cierto, carajo! ¿Pero es que no sé ser de otra manera, tu perteneces al servicio y debes satisfacer mis deseos, como siempre. Mis padres siempre lo han hecho así. Dijo la princesa
–Tiene usted razón, no le dé importancia a mis sentimientos. Siento haberla incomodado con todo este asunto. Dijo Roberto.
–No, espera… Tú también me gustas. Eres eficiente, educado y… muy guapo. Sí que me importan tus sentimientos. Hasta que no escuché a Mudito no fui consciente de lo que mi actitud generaba en los demás. Aunque sea una princesa, no tengo derecho a hacer sentir mal a nadie. Lo siento. Dijo la princesa, de un modo sincero.
–¿Qué le parece si empezamos de nuevo? Hola, buenas tardes, mi nombre es Roberto y soy el cocinero de palacio. Dijo Roberto tendiéndole la mano.
–Hola, buenas tardes, soy la princesa de palacio y te prometo que jamás te haré sentir poca cosa.
¿Imagino que sabéis como acabó la historia, no?
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Un saludo ;)
Olivia
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