Pues sí. Existen y la lista de los atributos que caracterizan a estos padres es infinita. Tenemos los altamente exigentes, los manipuladores, los intransigentes, los eternos indecisos, los excesivamente críticos, los autoritarios, los que cargan sus responsabilidades en los que no pidieron venir y hasta los sobreprotectores en el otro extremo, amén de un largo e incalculable etcétera donde entran los egoístas, los planificadores de vida, los controladores.
Vale. Estoy de acuerdo. Ser padre no es precisamente fácil ni viene con un manual de bolsillo una vez nace el hijo. Pero como en todo, hay formas y formas. Padre y madre añado, pues debo aclarar para toda la presente que yo nací en la época en la que no había distinción entre miembros y “miembras”, con lo cual entenderán que me atribuya el lujo de incluir ambos progenitores en la misma palabra. Y es que no pienso caer en discusiones estériles, más cuando se pone a examen tan importante tema.
Así que, tóxicos se les llama. La palabra no puede ser más descriptiva. Procede del latín “toxicum” que a su vez procede del griego “toxikon” que significa veneno. Con todo ello, no hace falta ser un lince para intuir que tóxico no es nada más y nada menos que aquello que daña a un ser, a un cuerpo, a un organismo. Hasta aquí todo claro. Se capta la idea. La cuestión es, ¿en qué punto se traspasa esa delgada línea que convierte lo que parecía una educación adecuada en una tóxica incapaz de ser olvidada por el que la sufre?
Desde mi experiencia en consulta y en el trato diario con personas, entiendo que los tóxicos son padres que a su vez han sufrido importantes carencias emocionales en su propia infancia. Y son estos mismos déficits emocionales los que les han llevado a desarrollar ciertos patrones de conducta poco saludables que descargan en sus descendientes. Y así se pueden imaginar el infinito círculo vicioso que se forma. El hijo sufre una especie de desunión de sí mismo que le lleva a ser quién no es en realidad, y a realizar todo tipo de actos con tal de ser aceptado y aprobado por sus padres. Una anulación personal en toda regla. Sin embargo, aún me parece más grave el hecho de que muchos padres ni siquiera sabrán que están cometiendo semejante anulación de la persona. Sólo en los casos más extremos, aberrantes y desnaturalizados, el progenitor no quiere o desea lo mejor para su hijo. Es decir, que muchos ni si quiera serán conscientes. Eso hará encima que el hijo sienta pena y dolor, incluso hasta culpabilidad por una situación que en realidad está fuera de su alcance.
La cosa está en que una vez de adulto, el molde se puede repetir o esquivar. Pero mucho me temo que el individuo que lo sufre haya de traer de serie una fortaleza y una garra interior únicas que le hagan entender que debe ser quién es, respetarse a sí mismo y evitar repetir dichos patrones, rompiendo por el fin el círculo. Es difícil, pero se puede hacer y se pueden transmitir los mejores valores éticos y morales posibles desde la tolerancia, el respeto y el cuidado apropiados.
Volviendo al principio, entiendo que no existe manual y el hecho en sí de tener un hijo me parece todo un acto de valor y de osadía por parte de los padres que es digno de admiración y respeto. Sencillamente, facilitaría mucho las cosas tener clara la línea educativa que se quiere seguir como padre y seguirla desde la coherencia y la promoción adecuada de roles. Al fin y al cabo, “la mejor dote es la virtud de los padres”.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.