Nació en el campo. Quico. Así se llamaba, o al menos, así estaba inscrito en algunos papeles, aunque nadie probablemente en toda su vida, se iba a dirigir a él llamándole con ese nombre de una manera personal y amistosa.
Quico vio por primera vez la luz de la vida en un día viejo de otoño, en un bello rincón serrano del centro del país.
Caían finas gotas de agua sobre la tierra ya empapada por varias jornadas lluviosas, mientras una claridad gris, luchaba por ocupar el lugar que la noche se resistía a abandonar. Y quizá, aquella lógica inclemencia meteorológica de aquella época del año que enseguida desembocaría en un crudo invierno cargado de hielos y nieves y que Quico y los suyos soportarían con admirable valentía, fue la primera señal de que su vida no iba a ser un apacible paseo.
Y aunque Quico se adapto muy pronto a las duras adversidades del invierno serrano, fue este rudo clima quien le puso en su primera situación agónica, en combinación, seguramente, con las incontrolables ganas con las que le dotaba su corazón libre, joven y revoltoso, de explorar e indagar en todo lo que le rodeaba. Fue por eso indudablemente, por lo que un día de invierno, siendo muy joven aún, se encontró solo y perdido por primera vez en su vida; hasta entonces, muy pocas veces se había alejado del calor y la protección de su madre, por ende, el ser más importante y más querido en su vida.
Quedaban abundantes restos de la última y copiosa nevada y Quico se había vuelto a entretener jugando con la nieve, algo que por otra parte le encantaba y le entusiasmaba locamente.
Pero esta, vez se entretuvo demasiado.
El pequeño animal apareció entre la irregular fila de viejos arbustos que se entrelazaban como extraños seres al muro de piedra que delimitaba la extensa llanura donde Quico vivía, proveniente del otro lado, donde la tierra empezaba a ondularse, primero ligeramente para en pocos kilómetros dar paso a las áridas pendientes antesala de los altos y señoriales picos de la sierra.
Nadie se percató de la cercana presencia del animalillo que les miraba expectante, sentado sobres sus cuartos traseros, con sincera curiosidad y resaltando enormemente su color marrón grisáceo sobre la blanca nieve que cubría todo el suelo. Nadie salvo Quico y alguno de los otros jóvenes. Pero solo fue él quien empujado por su alma aventurera y valiente, se dirigió hacia el pequeño animal, sin ninguna intención de hacerle daño o en cualquier caso, emprender una discusión con el novedoso extraño, tan solo, quien sabe, el poder tener un nuevo amigo.
En el limpio y aireado interior de Quico no existía, no sabía lo que era hacer daño. No lo había aprendido, aunque sí se sentía bravo y seguro de sí mismo y a pesar de su joven edad, sentía que jamás permitiría a nadie pisotear su recién nacida dignidad.
Quico se separó de su madre que sin darse cuenta de la maniobra de su pequeño, continuó andando; con un notable reflejo de entusiasmo en su rostro y en los movimientos de su cuerpo, el joven se dirigió hacia su pretendido nuevo amigo que al verle llegar a él, dio media vuelta a una extraordinaria velocidad, atravesó el muro por el pequeño y casi invisible roto y se perdió tras los arbustos.
Quico se detuvo en seco. En su rostro apareció una extraña expresión de sorpresa que reemplazó al entusiasmo existente. ¿Por qué huía? ¿Qué le habría pasado al nuevo ser para que decidiese no esperarle? No lo entendía demasiado. Era demasiado joven y en su cerebro tenía ordenadas demasiadas pocas pautas de comportamiento, de él y de los demás seres que le rodeaban.
El desanimo abordó al joven Quico, había puesto un enorme interés en el nuevo ser, era la primera vez que veía a alguien que se moviese y respirase distinto a los suyos, salvo aquellos otros que con cierta frecuencia les visitaban y a él y a los otros jóvenes y les examinaban de manera posesiva, vanidosa, amenazadora, como si estuviesen esperando algo de ellos, los estirados como había decidido llamarles.
Pero en aquel momento, el joven Quico no tenía para nada en mente a los estirados, solo su intento fracasado de ponerse en contacto con el nuevo animal. No sin esfuerzo y espoleado por nuevas y más intensas energías, atravesó el roto en el muro de piedra y consiguió por fin atravesar la línea de matorrales. A lo lejos pudo distinguir la oscura sombra que se alejaba corriendo. Quico no se lo pensó y emprendió la carrera. Pero aquel ser era demasiado rápido.
Pronto desapareció de su vista. Quico se detuvo después de su larga carrera, cansado, exhausto y desanimado. Su nuevo amigo había desaparecido definitivamente. Miró hacia atrás. El cerco, los arbustos habían desaparecido también. Se sintió aterrado. Lejos de su madre y de los suyos, por primera vez sintió frio, un frio demasiado intenso para que su tierno y joven cuerpo lo pudiese resistir durante un cierto período de tiempo.
Emprendió la carrera hacia atrás, pero ni rastro del cerco, solo la vasta llanura cubierta de blanco. Se volvió a detener. Sentía como la angustia empezaba a invadir cada una de sus jóvenes células. Volvió a correr. Pronto, la noche lo invadiría todo y el frio se haría mucho más intenso. Corrió sin parar. De repente se paró en seco. Un grito a lo lejos. Un grito que él conocía muy bien. Su madre le llamaba. Escuchó atento. El grito volvió a sonar. Quico corrió en su dirección. La valla de arbustos apareció a lo lejos. Corrió. Su madre le volvió a llamar. Quico trepó ansioso la valla de piedra raspándose su pequeño cuerpo, arañándose, pero no le importó. Su madre le esperaba inquieta. Los dos se fundieron en un solo cuerpo.
Durante un tiempo, el joven tuvo muy en cuenta su desafortunada aventura e intentó no alejarse demasiado sin perder de vista a su madre ni a los suyos.
Nunca volvió a ver a su amigo y todo pareció transcurrir con normalidad hasta que llegó el día más fatídico de su existencia, el día que supo que toda su vida había estado dirigida y lo continuaría estando por los estirados, que desde entonces se convirtieron en sus enemigos.
Era uno de los últimos días de primavera, un día caluroso y completamente despajado, Quico sintió su llegada, llegaron de todas partes, nunca él los había visto tan de cerca. Poco a poco fueron rodeándoles, a todo el grupo, para después ir separando a los pequeños de sus madres. Quico escuchaba los tristes lamentos y gemidos de sus compañeros, los gritos de rabia y agonía de las madres, intentó resistirse, correr tras su madre, pero varios de los estirados ayudados por otros enormes bichos, le cortaron el paso y le forzaron a tirarse al suelo; el joven se vio empujado fuertemente detrás de los otros pequeños que ya reunidos, fueron obligados a caminar juntos.
Todo eras caos, lamentos, incertidumbre, todos los pequeños sollozaban, llamaban a sus madres. Pero no hubo respuesta. El pequeño Quico sentía su corazón destrozado pero sabía que no volvería a ver a su madre. Nunca.
Desde aquel día, la presencia de los estirados se hizo mucho más asidua, observándoles a todos ellos. Los días pasaron con la obligada y dolorosa resignación de los jóvenes, hasta que nuevamente fueron rodeados. No había pasado mucho tiempo desde el día de la separación, muchos de ellos aún no lo habían superado, pero aquellos seres, ajenos a su dolor, les hicieron pasar humillantemente uno a uno por un estrecho pasillo por el que apenas se podían mover. Quico sintió un dolor inmenso. Cuando le soltaron corrió rabioso, insultándolos a todos ellos, ansioso de descargar su rabia contra ellos, de poder coger a alguno y castigarle, de acabar con ellos. Pero no podía cogerles.
Al cabo de unos minutos su dolor cesó y su rabia se fue calmando. Y Quico se llenó de odio.
Desde entonces, la vida de Quico y la de sus compañeros transcurrieron paralelas a la de los estirados. Sentía su continua presencia. Empezó a llevar una falsa apacible vida. Los estirados, como si nada hubiese pasado, como si su madre aún estuviese con él, como si los pequeños que habían ido desapareciendo aún estuviesen allí, a veces parecían querer ser sus amigos, se mostraban amistosos y les dedicaban atenciones especiales, pero que no calaron en el corazón del joven que solo vio un gran puñado de falsedad en sus enemigos haciendo aumentar aun más su resentimiento hacia ellos.
La agresividad, entonces, se hizo mucho más visible en Quico, sobre todo hacia los estirados. El joven empezó a destacar entre sus compañeros y contra más visible era su antipatía hacia los estirados, más admiración parecía despertar entre ellos; empezó a recibir un trato especial, venían a verle estirados de muy distinta procedencia exclusivamente para admirarle, admirar su violencia solamente con designios que ellos sabrían y que Quico no llegaba a entender.
El tiempo transcurrió. Quico se hizo adulto, sus amigos fueron desapareciendo uno a uno, llevados por los estirados hacia algún lugar desconocido para él.
Una soleada mañana de primavera, igual que cuando le separaron de su madre, un puñado de estirados vino a verle, pero esta vez no para contemplarle ni para mostrarle su admiración, Quico supo enseguida que venían a por él, se defendió con toda su alma, hubiese matado hasta el último de aquellos malditos, pero ellos eran más y con más recursos, pronto le encerraron en una cárcel oscura y le sacaron de su hogar. Quico nunca más volvió.
Le mantuvieron encerrado, castigado y prisionero en un pequeño calabozo aumentando aún más su furia, hasta que una tarde, pocos días después de haberle apresado, alguien abrió una puerta. Quico corrió, enfurecido, buscando solo su libertad e intentado huir de sus más acérrimos enemigos, pero todo era una trampa. No había libertad. Quico se vio rodeado de montones de estirados que gritaban enfurecidos, enrabietados, llenos de entusiasmo por tenerle en el centro de sus deseos.
Pero Quico no se acobardó. Más que nunca se sintió valiente, libre y lleno de orgullo y se abalanzó a por el primer estirado que vio, dispuesto a plantar batalla hasta la muerte.
FIN