Moriré y creo que aún seguirán resonando ecos en esta sociedad sobre la epidemia de la soledad y toda su maldición. Y mira que aún tienen que pasar años. Me refiero a lo de morirme. O eso espero. Sabe Dios que no quisiera ir contra natura.
El caso es que diría yo que de un tiempo a esta parte sólo oigo temores a estar sólo, a quedarse sin nadie y cientos de consejos baratos para combatir la temida melancolía que tarde o temprano se ceñirá sobre nosotros por, supuestamente, no tener quien nos escuche. Y es que la soledad está muy relacionada con la necesidad imperiosa de contar quien hemos sido y lo que hemos hecho. Supongo que en realidad lo que se busca son unos cuantos testigos de nuestro paso por la vida, de manera que el todo no se quede en la más absoluta nada.
Sin embargo, lo que la mayoría no entiende es que la soledad también tiene sus muchos beneficios. De hecho, me atrevería a afirmar que la capacidad para estar a solas con uno mismo es uno de los signos más potentes, claros y evidentes de una persona para mostrar que realmente ha madurado en el camino de su desarrollo personal. Camino por otra parte, que debe ser individual, único e intransferible. Y precisamente por ese motivo no entiendo cómo es posible que se forme tanto jaleo por algo que en realidad es deseable y provechoso para nuestro ser.
Entiendo que las personas sufren cuando la soledad es impuesta y cuando se entiende como falta de compañía, pero analicemos las cosas en la profundidad que requieren. Mejor que nadie sé que el hombre es un ser social por naturaleza y necesita de los demás a lo largo de toda su existencia. Y entiendo que es grato tener un grupo de personas que compartan el pan contigo por aquello de la raíz etimológica de compañía, pero también entiendo que la dedicación a uno mismo y a la propia persona es algo no sólo necesario y esencial, sino obvio, ya que permanentemente estamos en compañía de nuestro propio yo.
En frente del espejo, solo estamos nosotros. En las decisiones diarias y en las más trascendentales, sólo nosotros, y en todos y cada uno de los avatares de la vida, aunque compartamos el pan, somos nosotros mismos, con nuestra mismidad, los que tenemos que hacerles frente. Y es que se nos olvida que en realidad nunca estamos solos. Estamos con nosotros mismos, con nuestra biografía, nuestra vida y nuestro bagaje. Y en todo ese proceso, ese que hemos llamado vida, es cuando uno se conoce, se acepta y se quiere a sí mismo.
Olvidarnos de nosotros mismos, de nuestro interior y de nuestro espíritu sólo puede llevarnos al vacío. Sí, al vacío existencial, substancial o vivencial, como gusten, pero a un vacío. Aprender a tratarnos, aceptarnos y querernos lleva su tiempo y sé que cuesta, pero huir de nuestra más evidente realidad, esa de estar siempre a solas con nosotros mismos, es el primer peldaño en una carrera sin fin hacia la decepción, el fracaso, la huida, la evitación y por supuesto, hacia el aislamiento y la soledad. Toda una ironía, pero real como la vida misma, rizando el rizo.
No estar rodeado de personas o no tener compañía no es sinónimo perfecto de soledad. De hecho no es sinónimo de nada. En realidad tal vez sea el indicio más simple de una mente en evolución y de un amor propio más intenso que muchos ya quisieran para sí, aún rodeados de cientos. Soledad tampoco va de la mano de desdicha o infelicidad. Para nada. Es en nuestro propio interior donde está la más absoluta dicha si sabemos entender las sutilezas del ser. Así que, recuerda estas palabras de aliento si aún sigues pensando que estás solo.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.