Me doy cuenta de que, llegados a un punto en la vida, hay que ser prácticos, esenciales, incluso básicos diría yo. Soy de las que siempre apuesta por el “menos es más”, que es precisamente de donde surge el concepto de minimalismo. Bueno y de la arquitectura también, por qué no decirlo. Lo que ocurre es que, como en casi todo, el concepto ha tenido ramificaciones y se ha ido desligando un poco de sus orígenes artísticos para extenderse a otros campos donde también ha tenido su propia aplicación.
Como sabrán, me refiero al campo de las emociones y al de las ciencias que estudian al ser humano, su comportamiento y el funcionamiento de la mente. Con todo y a pesar de lo rimbombante del nombre, en realidad no es más que una vuelta a lo sustancial. Entenderán entonces que me ría por algo que siempre ha estado ahí pero que ahora se presenta como si fuera el descubrimiento de la pólvora. De nuevo, el clásico caso del mismo regalo con distinto envoltorio.
Sea como fuere, lo que se pretende es hacer llegar la idea de una vida sencilla, asequible. Algo elemental pero práctico; una existencia natural y mucho más espontánea, lejos de artificios y clichés (o de profecías autocumplidas, según se mire). En concreto, el minimalismo emocional implica además un ajuste mental extra: el de acabar con aquellas cosas que gastan nuestro tiempo y consumen nuestra vitalidad, de manera que podamos llevar una existencia mucho más liviana, basada en el presente, sin anticipaciones y por tanto, con una infinitamente menor carga de estrés, dolor y ansiedad. Y es que, al igual que acumulamos objetos o ropa que en realidad no sirven para nada, también acumulamos cientos de inservibles en nuestra mente. No me extraña que no sepamos ni donde estamos de pie.
Aunque no las comparto, entiendo las múltiples motivaciones humanas para tal exceso y es que siempre llego a las mismas conclusiones; acumulamos por poder, como demostración de lo que somos (o fuimos), para que valoren nuestro estatus social, por absurdos miedos que no nos dejan avanzar, porque creemos que las posesiones nos dan seguridad, porque nos anclamos en un pasado que no nos atrevemos a romper y hasta por dejar constancia (de alguna ridícula manera) de que hemos existido, de nuestro paso por la Tierra. Si me permiten, toda una extravagancia teniendo en cuenta que las personas son recordadas por la belleza de sus almas y por la bondad de sus actos, no por sus títulos o sus posesiones.
A todas luces, cambiar los patrones mentales que llevamos repitiendo durante años por inercia y sin sentido (o tal vez dirigidos y aquí lo dejo) no es tarea fácil, pero se puede. Ya lo creo que se puede. La pregunta es cómo. Pues bien, básicamente, se trata de no anticipar, de no querer tener las respuestas que nosotros mismos deseamos y a la de ya; se trata de dar tiempo al tiempo y dejar que algunas cosas se coloquen por sí mismas -ojo que no hablo de indolencia o pasividad, sino de calma y reflexión profunda- ; se trata de abrirse al futuro con los brazos abiertos, eliminando ese apego tan fuerte que tenemos al pasado, siendo conscientes de lo que “consumimos” mentalmente para despojarnos de todos los elementos, sensaciones e ideas nocivas y sobrantes. En definitiva, darle el espacio necesario a la mente para que pueda sentir, escuchar, percibir y analizar con precisión y claridad. Nada más, pero tampoco nada menos.
En realidad, el minimalismo en general no va de tener poco, sino de tener sólo lo que verdaderamente importa. Y en el caso de las emociones es exactamente lo mismo: dejar hueco para sentir y experimentar más, ganar en libertad mental y mejorar nuestras emociones y nuestra vida. Así de “simple”.
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.