¡Apostando fuerte!
Una fría mañana de invierno de 1940, un joven llamado Robert Capa empacó en la maleta su pequeña cámara compacta Leica, una montaña de carretes nuevos y algo de ropa. En el bolsillo derecho de su americana, un pasaje para embarcar en un buque rumbo hacia la 2ª Guerra Mundial.
Capa fue uno de los primeros fotógrafos de guerra de la historia del periodismo y un personaje maravilloso. Bien parecido, simpático, bebedor, valiente y, a ratos, hasta romántico, a este neoyorkino nacido en Praga le iba la aventura.
En el Día D, cientos de miles de jovencísimos norteamericanos se apiñaban en las barcazas anfibias camino de las playas de Normandía. El terror les acompañaba al son de los estallidos de las bombas de las defensas alemanas. Muchos vomitaban el desayuno en el interior de aquellas heladas tanquetas, pero nadie se quejaba por ello. Sus mentes no tenían tiempo para pensar en esas minucias.
Entre aquellos chicos, Capa revisaba tembloroso sus cámaras una y otra vez, como si el ritual de trabajo pudiese acallar el ruido atronador de los cañonazos enemigos. Y, de repente, un golpe seco hizo temblar la tanqueta indicando que habían llegado a la orilla. Para entonces, el ruido de las bombas era atronador pero el sargento a cargo de aquel pelotón gritó todavía más fuerte: “¡Fuera, rápido! ¡Agrupación a veinte metros! ¡Ya!”, y saltó al agua fusil en alto, corriendo con el corazón bombeando a toda máquina.
Los muchachos salieron tropezando con sus propias piernas, pero mantenían la mirada fija en la espalda de su superior. Lo peor sería perder al sargento, su única guía fiable en aquel infierno. La confusión era enorme: pelotones a la carrera por doquier, gritos, explosiones... Capa iba tras ellos e hizo como los demás, tirarse sobre el suelo a unos veinte metros y clavar la mirada en el cogote del sargento. El bigotudo “veterano” de veinticinco años alzó de nuevo la voz para decir: “¡Otra vez, carrera de veinte metros y reagrupación! ¡Ahora! ¡Ya!” Y como propulsado por muelles se lanzó duna arriba. De los veinte chicos a los que acompañó Capa aquella mañana, sobrevivieron sólo dos.
Al fotógrafo únicamente le dio tiempo a tomar algunas instantáneas de esos primeros metros de batalla antes de que le obligasen a volver en una tanqueta anfibia a uno de los barcos aliados. Eso sí: aquellas fotos ligeramente desenfocadas fueron los primeros testigos de la liberación de Europa. Al día siguiente ya estaban en la primera página de los rotativos de Gran Bretaña y el mundo podía poner en imágenes la partida final de la guerra por la libertad del mundo.
Al llegar a Londres, Capa tuvo dos días escasos de permiso que empleó bien con su recién estrenada novia británica. Varias botellas de scotch después, ya estaba a bordo de un avión desde el que se lanzaría en paracaídas cámara en ristre, para seguir las siguientes evoluciones del ejército americano en Europa.
¿Qué tiene que ver la historia de Capa con un libro sobre psicología?, se preguntará el lector. Una sola cosa: Capa exprimió sus días, vivió intensamente. Apostó por jugar fuerte, sin temor y cabalgó sobre su destino, sobre su vida. Fue el mejor fotoperiodista de la historia, esposo de Gerda Taro, novio de Ingrid Bergman y amigo íntimo de Hemingway. Su espíritu indómito le llevó a tener una vida de película antes de morir en la guerra de Indochina a los cuarenta y un años de edad.
Una mente en forma, una vida emocionante
Capa es para mí un maestro de la vida. Hay muchos otros: el explorador Ernest Shackleton, el músico y escritor Boris Vian, el físico Stephen Hawkin, el “superhéroe” Christopher Reeve... Y de ellos hablaré en este libro porque estos hombres y mujeres son buenos modelos a seguir. Para el psicólogo cognitivo representan lo contrario a lo que combatimos, lo opuesto al malvivir. Y es que el principal enemigo del psicólogo es lo que llamamos neuroticismo, es decir, el arte de amargarse la vida mediante la tortura mental.
La depresión, la ansiedad, la obsesión son nuestros principales oponentes y cuando nos dejamos atrapar por ellos, lo que perdemos es la facultad para vivir plenamente. La vida es para disfrutarla: amar, aprender, descubrir... y eso sólo lo podremos hacer cuando hayamos superado la neurosis (o el miedo, su principal síntoma).
Uno de mis primeros pacientes, hace muchos años, fue un hombre de cuarenta años, Raúl, que vino a visitarme porque sufría de ataques de pánico. Acudió a mi consulta en taxi acompañado por su madre. Raúl vivía atemorizado ante la idea de que, en cualquier momento, le podía dar un ataque de ansiedad. A causa de ese miedo prácticamente no salía de casa. A los veinte años le habían dado la baja laboral permanente y, desde entonces, vivía recluido allí. ¡Veinte años encerrado por temor!
El mayor miedo de Raúl era sufrir un ataque de nervios en medio de la calle, lejos de casa o de un hospital donde le pudieran socorrer, pero últimamente también le daba pavor ver los informativos de televisión porque alguna vez le había entrado el pánico viendo escenas de guerra. Y por eso ni siquiera veía ya la tele. Es cierto que, últimamente, la programación no vale mucho la pena, pero ¡no poder verla por pánico es demasiado!
La vida de Raúl y de la de Robert Cappa son antitéticas, uno está en la zona gris de la existencia y el otro, en la del technicolor más brillante. ¡Qué diferente es surfear la vida en lo alto de sus olas a vivir sumergido, siempre medio ahogado, vapuleado por las corrientes marinas! ¡Gozar la vida o sufrirla como si fuera un mar hostil que nos domina!
Suelo decirles a mis pacientes de mi consulta de Barcelona que mi objetivo global es hacerles fuertes a nivel emocional. Esa fuerza les permitirá disfrutar de la vida plenamente. “Aquí no queremos vidas ‘normales’, grises o simplemente estables”, les digo, “queremos aprender a aprovechar todo nuestro potencial”. La neurosis es un freno a la plenitud. La salud emocional, un salvoconducto a la pasión y la diversión vital.
¡Se puede aprender!
Muchas personas son escépticas respecto a la posibilidad de poder transformarse en personas fuertes y emocionalmente estables. En la consulta, muchas veces me lo expresan así: “Pero si he sido así durante toda mi vida, ¿cómo una terapia de solo unos meses me podría cambiar?”.
La verdad es que es lógico hacerse esta pregunta porque todos tenemos la impresión de que el carácter no se puede transformar. Mi abuelo, un tipo duro que había luchado en la guerra civil, solía decir con tono grave: “¡Si una persona no es madura a los veinte años, no lo será nunca!” y, en buena medida, tenía razón. Porque lo cierto es que no es habitual cambiar de forma radical, pero eso no significa que sea imposible.
Hoy en día sabemos que con la guía necesaria, no sólo es posible, sino que todos, hasta el más vulnerable, pueden conseguirlo: la psicología actual ha desarrollado métodos para conseguirlo. Y este es uno de mis primeros objetivos: informar al lector de que cambiar, transformarse a uno mismo en una persona sana a nivel emocional es posible. ¡Y tanto que lo es! Tengo muchísimas pruebas que lo demuestran. Entre ellas, el cambio que han experimentado miles de personas yendo al psicólogo en todo el mundo. En realidad se trata de miles de pruebas ya que cada una de estos hombres y mujeres demuestra que es posible. Sin ir más lejos, en mi blog de Internet (www.rafaelsantandreu.wordpress.com) muchos de mis pacientes escriben sobre sí mismos y sus historias de superación.
Como el siguiente caso real: María Luisa acudía al teatro todas las noches para representar una comedia de mucho éxito en Madrid. En cuanto subía el telón, aparecía en escena con todo su esplendor y la gracia y elegancia que sólo los actores clásicos poseen. El final era siempre el esperado: casi diez minutos de aplausos ininterrumpidos por un trabajo genial. ¡Que buena actriz, qué simpática, qué vital era María Luisa!
Pero lo que el público no sabía es que, de vuelta a casa, esa misma noche, a María Luisa se le mudaba el ánimo para hundirse en un pozo de depresión e inseguridad. A sus cincuenta años de edad, estaba en su peor momento personal, aunque por ninguna causa en especial. El problema, según le había dicho su psiquiatra, estaba en su mente. Tenía tendencia a la depresión y a la ansiedad. Y así llevaba demasiado tiempo, sin salir en todo el día de la cama salvo para cumplir con el trabajo que tanto amaba, pero que ya ni siquiera podía disfrutar.
Esta es la historia real de María Luisa Merlo, la gran actriz madrileña, según ella misma relata en su libro Cómo aprendí a ser feliz (Ed. Librería Argentina). “Desde los 44 años hasta los 50, fue el peor periodo de mi vida. Podía ir de la cama al teatro y del teatro a la cama y punto. Así día tras día. Tenía miedos a los problemas económicos (que en realidad no tenía), miedo a la soledad, miedo al “coco”, miedo a todo”, explica. “En mi última depresión, era un ser encerrado total y absolutamente en mi propia mente. Cuando algo me preocupaba, una pequeña disputa, algo pequeño... le podía dar vueltas una y otra vez, y ese torbellino mental hacia que al final me explotaran los cables”.
Merlo confiesa que nunca fue una persona equilibrada. Su niñez fue hermosa, pero en cuanto empezó su vida adulta, aparecieron los trastornos emocionales. Seguramente, tenía cierta tendencia a la depresión (lo que se llama depresión endógena), pero también un carácter, una visión del mundo, que le hacía vulnerable.
En su caso, la cosa se complicó con el empleo de drogas recreativas y de fármacos autoprescritos: “En mi primera depresión, empezaron a recetarme hipnóticos y calmantes y empecé a aficionarme a las pastillas. Pastillas para dormir, pastillas para espabilarse, pastillas para todo. Había días que podía llegar a tomar diez o quince pastillas de cosas diferentes, porque yo tenía tendencia a ser adicta a cualquier cosa. También fui adicta al hachís y a la cocaína”.
En fin, a sus cincuenta años de edad, la entrañable actriz tenía un mal pronóstico. Su particular mente le hacía la vida muy complicada y el problema sólo hacía que aumentar con los años. Pero, en un momento dado, su historia dio un vuelco. Un reducto de esperanza y sus inagotables ganas de luchar por ella misma le hicieron ponerse en manos de terapeutas y guías para el cambio: “Y, pasito a pasito, salí de la depresión con ayuda de Dios y de mí misma porque el pozo el que yo estaba metida era muy, muy fuerte”, nos explica ella misma. “Ahora me siento mejor que nunca, sólo comparable a cuando era una niña feliz. Y me siento orgullosa del trabajo que he hecho conmigo misma. Haber salido de los pozos de donde he salido me hace sentir una enorme seguridad. Puedo decir que me siento realizada por primera vez en mi vida”.
María Luisa se transformó a sí misma. y, ¿sabes?, todos podemos hacerlo. ¡Tenemos que saber que es posible! El carácter está formado por una serie de rasgos innatos, pero también de toda una serie de aprendizajes adquiridos en la infancia y en la juventud y es sobre esa estructura mental donde podemos actuar.
Como veremos a lo largo de las páginas de este libro, podemos forjarnos una vida libre de miedos, abierta a la aventura, plena de realizaciones. Cuando hayamos transformado nuestra mente, seremos más capaces de gozar de las cosas pequeñas y grandes de la vida, podremos amar -y dejar que nos amen- con mayor intensidad y tendremos grandes dosis de serenidad interior. Seremos un poco más como el fotógrafo aventurero Robert Capa, grandes amantes de la vida, de nuestra propia vida.
En este capítulo hemos aprendido que: Cambiar es posible. Nos costará un esfuerzo continuado, pero se puede hacer. Muchas personas lo han conseguido y nosotros también podemos hacerlo. Transformarse en alguien positivo es importante para disfrutar de la vida. La fuerza emocional es el principal pasaporte para ir por el mundo.