Marta se repetía estas palabras una y otra vez. Maldecía esa repetitiva sensación de que todos tuvieran una vida menos ella. Sentía ansiedad al ver muchos días libres a la vista, sin obligaciones ni compromisos de los que siempre se solía quejar. Curioso, se pasaba media vida deseando disponer de libertad pero cuando su libertad no tenía límites, le asustaba.
“¡Pero si no paras! Siempre tienes algo entre manos y conoces constantemente a gente nueva…”: le repetían sus más allegadas. Realmente la veían una chica potente, autónoma, resolutiva y con cualidades más que de sobra como para conocer a gente y ser aceptada en cualquier grupo.
Cuando Marta no tenía planes a la vista que le acompañaran en sus días libres, sentía una profunda soledad. Pero a la vez, adherirse a cualquier propuesta con tal de ocupar su tiempo le resultaba agobiante. Le encantaba la libertad, poder decidir qué comer, cuánto tiempo dormir y hasta qué hora quedarse en las cenas a las que asistía. Prefería ir con su coche y que nadie dependiera de ella. Así, podría decidir qué hacer en función de cómo se sintiera. Se iba sola, sí. Pero porqué ella lo decidía. Aún así, se cobijaba bajo un victimista “¡Qué remedio!”.
“Marta, vivir en congruencia es muy duro”: le repetía su psicóloga.
Era cierto. Quería decidir pero que esas decisiones no tuvieran consecuencias. Quería tener novio, pero no una pareja; quería tener amigos, pero no a cualquier precio, quería ser feliz, pero no fingiendo encajar. De manera que, sin darse cuenta, fue tomando decisiones que más tarde se convirtieron en renuncias. Se iba quedando sola, era cierto y le costaba encajar que aquella soledad fuera fruto de sus decisiones.
“¡Estoy harta!”
Pensaba que estaba harta de todo y de todos pero poco a poco fue entendiendo que de quién estaba harta era de ella misma, de su complejidad, de su falta de adhesión a lo obvio y de ese punto excesivamente profundo que la caracterizaba a la vez que le agotaba.
No le gustaba su inconformismo, su necesidad de expresar aquello que le pasaba por la cabeza, ni su excesiva transparencia. Eso implicaba una criba importante en su entorno social.
Comprendió que retener a los demás por evitar esa desagradable sensación de soledad le hacía estar peor. No soportaba pasar un sábado sin ningún plan. Llamaba impulsivamente a sus contactos antes de plantearse ni siquiera si realmente le apetecía pasar unas horas con ellos. Después de repetidas negativas, dejaba de evitar la soledad. Y justo en ese momento, se daba cuenta de que no era tan terrible.