Gritos, prisas, lloros, miedo. Los murmullos divertidos y alegres de un viernes por la noche en la ciudad más romántica del mundo se apagaron de repente. Fueron sustituidos por bombas y disparos de jóvenes y en algunos casos adolescentes, llenos de odio y rencor. Como siempre, los inocentes son los que pagan los platos rotos.
El presidente Hollande evacuado de urgencia y un campo de fútbol lleno de personas desorientadas y aterradas que no saben que está pasando a su alrededor. Algunos niños lloran y la única información procede de un teléfono móvil que alimenta el pánico. Las noticias se suceden y parecen competir en atrocidad. Un restaurante tiroteado, una terraza atacada, terroristas inmolándose, secuestros en salas de conciertos… El casos invade el corazón de la vieja Europa y nos hace contener la respiración.
Vuelven a nosotros recuerdos desagradables. 11 de septiembre del 2001, 11 de marzo 2004… días en los que el tiempo se paró y el miedo invadió nuestras mentes. Las personas que no hemos vivido las guerras de antaño nos convertimos en espectadores de excepción de la guerra del siglo XXI. La guerra del miedo, de la indefensión y la incertidumbre. De las redes sociales, la intolerancia y los intereses ocultos.
Occidente ha estado alimentando un monstruo que cada vez es más grande y peligroso. Y ahora se vuelve contra nosotros. Pero siempre contra los más débiles, contra los que no tienen nada que ver con todo esto. Contra los que sólo quieren divertirse, reírse, disfrutar, después de una semana dura de trabajo. Contra los que llevaban meses esperando ver tocar a su grupo preferido. Contra los que disfrutaban viendo el partido de su selección con un bocata de jamón york.
Y todo volverá a la normalidad. La vida sigue, algunos dirán. Aunque para muchos se paró para siempre un viernes 13 de noviembre de 2015.
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