La culpa es aquel sentimiento que experimentamos cuando hemos hecho, dicho o incluso pensado algo que, bajo nuestro juicio, no es adecuado, está mal hecho o es perjudicial para nosotros mismos o para los demás. “No me lo tendría que haber comido”.
Cuando experimentamos el sentimiento de culpa nos sentimos mal, nos arrepentimos de lo que hemos hecho y muchas veces nos “torturamos” una y otra vez pensando que nos hemos fallado nosotros o a los demás. A veces, incluso, la culpa nos puede hacer sentir menos valiosos como personas, como si no fuéramos lo suficientemente buenos o aptos.
Podemos sentir culpa por muchas cuestiones. A veces nos sentimos culpables por rechazar una invitación, otras veces podemos sentirnos mal por haber dado una mala contestación a un amigo o haber subido demasiado el tono de voz durante una discusión. Otras veces la culpa puede tener que ver con cómo nos cuidamos a nosotros mismos. Por ejemplo, podemos sentirnos culpables cuando hace demasiado tiempo que no pisamos el gimnasio o cuando nos comemos el trozo más grande del pastel.
Como hemos visto, pues, uno de los ámbitos entorno el que puede aparecer el sentimiento de culpa es la alimentación. Fijaros. ¿Cuántas veces hemos dicho, pensado o escuchado expresiones como estas?
“Este plato de pasta estaba realmente bueno pero ahora me siento mal por haberlo comido. No lo debería haber hecho. “
“Me gustaría comerme un croissant pero no lo haré porque después me sentiré culpable“.
“Yo la pizza ni probarla, que luego vienen los remordimientos de conciencia!”
En la alimentación, como ya hemos remarcado en artículos anteriores, no hay alimentos buenos ni malos ni tampoco alimentos permitidos o prohibidos. Sin embargo, si revisamos nuestras creencias entorno a determinados tipos de comidas, seguramente encontraremos que tenemos algunas de ellas etiquetadas como adecuadas (verdura, fruta, pescado, frutos secos…) y otras como inadecuadas (pastas, pizza, fritos, grasas, salsas…). Esta dicotomía es la que nos lleva a sentirnos bien o mal en función de si elegimos un alimento del grupo “bueno” o un alimento del grupo “malo”.
Una buena forma de resolver este lío es cambiar el criterio de nuestra clasificación y pasar de hablar de alimentos buenos y malos a hablar en términos de frecuencia. Hay alimentos que deben aparecer en nuestra mesa cada día porque el cuerpo los necesita y los hay que si aparecen una vez cada quince días ya tenemos suficiente. Incluso hay alimentos que no sería necesario comerlos para estar sanos, pero que nos aportan una satisfacción personal y social a la que no nos hace falta renunciar. Esto no quiere decir que unos sean mejores que los otros, sino que todos son buenos si aparecen en la cantidad adecuada.
Debemos pensar que al igual que no nos convertiremos en los más sanos del planeta si un día comemos una ensalada de lechuga, tampoco enfermaremos o ganaremos tres kilos de peso si un día nos comemos una pizza o un trozo de pastel. Del mismo modo, podemos disfrutar infinitamente comiendo una ensalada del huerto y odiar la pizza barbacoa. Los alimentos no llevan implícita una etiqueta de bueno o malo, sino que esta etiqueta se la asignamos nosotros.
Además, las prohibiciones generan deseo y si somos muy estrictos con nuestra alimentación eso nos puede provocar síntomas como la ansiedad, la rigidez o el mal humor, ya que no nos estamos permitiendo lo que en un momento determinado nos apetece. Aprender a ser flexibles con nosotros mismos y con lo que comemos nos permitirá disfrutar de las comidas sin sentir culpa y llevar una alimentación equilibrada, donde tengan cabida todo tipo de alimentos.
En definitiva, el objetivo que debemos perseguir es el de intentar disfrutar de todo lo que comemos. No debemos olvidar que comer es un placer que nos permite no sólo experimentar sabores, texturas y aromas diferentes, sino también compartirlos con los demás y pasar muy buenos momentos en compañía. Aprovechemos, pues, toda esta riqueza que nos proporciona la alimentación y no la desaprovechemos sintiéndonos culpables.
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