Cuando les esperaba, limitaba sus propios movimientos. Parecía que lo que iba a hacer ella venía marcado por lo que iban a hacer ellos, pero nunca al revés.
Había leído que la evolución sana es soltar a la familia de origen para poder crear una propia, la familia constituida. Pero sentía que construir algo así era de “personas mayores”, justo lo que era ella pero que le sonaba a chino.
“¡Parece que pida caridad! Me siento como una niña que no dispone de compañía y que depende de los demás.”
Los demás hacían su vida. Ana, en lugar de hacer la suya, se dedicaba a entrar en la vida de ellos cuando se lo concedían. La sensación que le invadía era de acople, de falta de pertenencia y de arraigo, de provisionalidad… Sobrevivía pasando sus horas libres en la vida de sus amigas y familiares. Pero ella nunca era la anfitriona, lo eran los demás.
Según la disponibilidad de los otros se sentía más o reconfortada. A menudo, podía inmiscuirse en sus vidas, añadiéndose ese fin de semana, esa tarde o en esa comida. Pero poco a poco le invadía una sensación de pérdida de poder. Lo que antes era lógico para una chica de 20 años, ahora era molesto para alguien que ya pasaba los 30.
Le molestaba que las cosas estuvieran cambiando. Parecía que las normas implícitas del ayer se hubieran esfumado. Ahora era lícito que cada uno estuviera ocupado y que planeara su tiempo sin tener en cuenta al otro.
El compromiso de los grupos de los que formaba parte se había ido diluyendo. No era previsible que cada viernes organizaría una cena con sus queridas amigas, ni que cada domingo su familia organizaría la paella semanal. Ya no, porque cada uno tenía su vida.
La función de Ana ya había acabado. No debía permanecer allí. La vida le estaba pidiendo a gritos que se moviera, que iniciara su propio camino y no una extensión del camino de los demás. Sentirse adulta sólo sería posible en esa dirección. ¿Qué sentido tenía seguir resistiéndose? Debía salir del huevo. Siempre había sido una chica fuerte, autosuficiente, autónoma, decidida, resolutiva… ¡Qué extraño! Siempre había sido la que iba más adelantada a sus años que el resto de sus amigas y, ahora, era la única de su círculo más inmediato que no se permitía crecer. ¿Se habría quedado encallada en los 25?
Sabía muy bien hacer de chica responsable, incluso siendo una niña ya lo era. Pero no sabía hacer de mujer.
“Me siento atrapada, encallada, parece que todos evolucionen menos yo”.
Cuando Ana aceptara que no eran los demás quienes debían permanecer en el lugar de siempre, sería cuando empezara su verdadero proceso: crear su propio lugar, su propia vida.
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Capítulo 3: La soledad de Marta