Primera parte
En Rumania hay personas que se convierten en perros.
La frase le vino a la cabeza de casualidad, al ver entrar a los dos hombres rumanos en la vieja casa. La escuchó por primera y única vez hacía al menos ocho años, cuando compaginaba la universidad con trabajos eventuales de dependiente y otros oficios similares, recordó con nitidez como la frase había sido pronunciada, tal cual, por un rumano de casi dos metros y de oficio fontanero en referencia a su pueblo natal incrustado en la Rumanía rural, todos los que le escuchaban se rieron, pero el hombre continuó insistiendo que en su tierra había hombres que se transformaban en perros. Perros salvajes y asesinos.
Los dos individuos a los que Manel perseguía le habían recordado aquella frase pronunciada por aquel enorme fontanero, y no porque creyese que los dos rumanos se fuesen a convertir en perros o algo parecido, pero sus rostros grandes e intimidantes deformados por la carne sobrante de las mejillas, le habían hecho recordar aquellas palabras.
Les había seguido desde la dirección que le habían dado en la oficina correspondiente a una calle de pisos bajos situada en un barrio a las afueras de Madrid; primero a pie hasta que se vio en la necesidad de coger un taxi precipitadamente para no perderles de vista cuando se subieron en un coche. Llegaron al pequeño pueblo después de una hora en la carretera, los dos individuos aparcaron el coche en una solitaria calle del pueblo y entraron en la pequeña casa baja.
Llevaban dos horas en la vivienda. Solo tenía que seguirles y apuntar sus movimientos, lugares que visitasen, personas con las que se viesen, nada del otro mundo, lo típico que un detective privado hacía con mucha frecuencia.
Un trabajo fácil y muy bien pagado.
Manel se acurrucó en su abrigo y comenzó a dar discretos paseos sin alejarse demasiado de la casa, en un pueblo pequeño como en el que se encontraba era difícil pasar inadvertido, pero el frio helador que hacía aquel día que ya quería dar paso a una noche donde la temperatura seguramente caería algunos grados por debajo de cero, ayudaba a que no hubiese un alma por la calle.
Afortunadamente ya quedaba poco menos de una hora para que finalizase su turno y llegase algún novato en prácticas mandado por la agencia para sustituirle y que continuase con la vigilancia durante la noche.
El detective abandonó su posición y dejó atrás el callejón tomando una de las calles perpendiculares que le condujo hasta otro un callejonzuelo que corría paralelo a la calle de los rumanos; la noche iba ganando terreno y la oscuridad comenzaba a ser casi absoluta, la pobre iluminación del pueblo no parecía querer llegar hasta aquella zona.
Manel aceleró el paso hasta salir del callejón y rodear la manzana. La figura apareció por la esquina, de repente y dirigiéndose a toda velocidad hacia él; sintió un escalofrío, la estampa resaltaba en la oscuridad con una luminosidad fantasmagórica; se pegó contra la pared como si el ser que acababa de aparecer fuese un tren que se dirigía hacia él a toda velocidad y a penas tuviese espacio para no ser arrollado, aguantó la respiración mientras la extraña figura pasaba a su lado como una exhalación; era una mujer, joven y atractiva, aunque en su rostro moreno pudo apreciar una inquietante mueca de angustia, tal vez miedo, y lo que más sorprendió al investigador, fue la escasa ropa, porque una camiseta de manga corta y un pantalón, ambos de color blanco, no eran las prendas más apropiadas para protegerse del frio en aquella noche invernal.
Y descalza. Estaba claro que aquella joven huía de alguien.
Manel miró hacia el final de la calle con su corazón latiendo a máxima intensidad y con la seguridad de que vería a los dos hombretones rumanos aparecer corriendo en pos de aquella chica.
Percibió como los nervios comenzaban a agarrotar sus articulaciones y a sentir una desagradable sensación de angustia dentro de su pecho.
Él no estaba preparado para situaciones como aquella, en sus dos años en la agencia de detectives en la que trabajaba, solo había realizado funciones de vigilancia y de seguimiento, y nunca había tenido excesivas complicaciones más allá de que alguno de sus objetivos se diese cuenta de que estaba siendo vigilado y saliese corriendo.
Pero los dos hombres no aparecieron y la chica de blanco se perdió por la calle que descendía hasta desaparecer por las afueras del pueblo. Manel no se lo pensó y comenzó a correr tras ella. Descendió la calle en busca de la mujer.
Pasó junto a la última casa, silenciosa y oscura. La calle mal asfaltada del pueblo se convirtió en camino y se adentró en la oscuridad.
Manel sacó su móvil y encendió la linterna.
—¿Oiga? ¿Señora? —Susurró a la oscuridad—. ¿Se encuentra bien?
Como respuesta a las preguntas del detective se escuchó un gemido que se mezcló con sus pisadas y con el rasposo sonido de alguna ráfaga de viento, un gemido que hizo detener el avance del hombre.
—¿Oiga?
A unos metros pudo distinguir el bulto blanco. Quieto. Inmóvil. Un nuevo y oscuro gemido se despegó de la silueta como si fuese expulsado por unas negras manos.
En Rumania hay personas que se convierten en perros.
La frase volvió a la memoria de Manel de manera inquietante en medio del frio helador de la noche y de la negrura.
Se detuvo a menos de tres metros de la figura blanca, la oscuridad era casi absoluta en concordancia con el frio, su instinto de detective le decía que no se acercase más. Entonces dio un salto, su corazón pareció escavar en su pecho como si le hincasen un pico.
El móvil comenzó a vibrar en su mano.
Alguien llamaba. Maldito momento.
—¿Sí? ¿Quién es?
“¿Manel dónde estás?” Contestó una voz chillona y juvenil.
Conocía aquella voz, era Javi, uno de los jóvenes becarios que hacían practicas en la agencia, un chico pelirrojo de poco más de veinte años con el rostro del color de la leche salteado de unas manchas rojas que le daban un aspecto de enfermizo; le había visto algunas veces por la oficina aunque había intercambiando muy pocas palabras con él, tan solo algunas frases junto a la máquina de café; únicamente sabía de él que era un estudiante de Derecho con aspiraciones de convertirse en abogado penalista, y que más que hacer prácticas en una agencia de investigación privada, parecía un despistado seminarista en camino de convertirse en cura.
—Estoy en el pueblo, a unos metros de la puerta de los rumanos —se le ocurrió decir—. ¿Y tú dónde estás?
“Pues en la puerta” contestó con notable sorpresa el becario.
—Espérame, me ha surgido un problema, enseguida
Las palabras de Manel se cortaron en seco. La figura blanca que había estado agazapada comenzó a moverse. A levantarse. Manel tuvo deseos de huir de aquel lugar. De salir corriendo.
—Ayúdame —dijo una voz femenina.
El detective dirigió el haz de luz del móvil hacia la silueta recién erguida. Era el bello rostro de la joven que había pasado corriendo minutos antes delante de él.
La muchacha alzó una mano cubriendo sus ojos intentando protegerse del deslumbramiento de la linterna. Manel apartó el haz de luz del rostro de la chica. Era muy atractiva y a pesar de las oscuras ojeras que pintaban sus ojos, su rostro permanecía sereno y despierto aunque con un semblante que el investigador no atinó a descubrir.
El detective se relajó al comprobar que la chica no iba a saltar sobre él.
“¿Estás ahí?” Preguntó indecisa la voz del becario por el teléfono.
—Sí, ahora te llamo —Manel cortó la comunicación y dio un paso hacia la joven—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Esos hombres —enseguida supo que la joven se refería a los dos rumanos a los que había estado siguiendo—. Son peligrosos, me quieren hacer daño.
Las palabras de la muchacha sonaron enigmáticas en el frio de la noche.
—¿Por qué? ¿Qué tienes que ver con ellos? —la joven pareció no tener mucha intención en contestar a las preguntas de Manel que la observó con atención, su fina ropa blanca y sus pies descalzos no eran, a todas luces, lo suficiente para la heladora temperatura de aquella noche, sin embargo, no parecía tener frío—. Ven, vamos al coche, te vas a congelar.
—No —protestó la chica—, si me ven me harán daño.
—Está bien —Manel hizo un gesto de tranquilidad con su mano y llamó al becario para decirle que se acercase con el coche, después buscó en la agenda del teléfono el número de Isidro para explicarle lo que había sucedido.
“Verás, no conozco personalmente al cliente que nos encargó este caso —Isidro Melgar era el gerente, el dueño y el administrador de la “Agencia de detectives Vueltas”, un hombre pequeño que ya superaba los sesenta años, con un rostro sagaz y despierto, que había sido policía y que había trabajado para el antiguo CESID como espía. Todos los trabajadores de la agencia le tenían un inquebrantable respeto—, tan solo sé que no debemos de perder de vista a esos hombres, porque es nuestro trabajo y porque el cliente nos ha pagado mucho dinero”.
—Pero la chica dice que está en peligro, tal vez deberíamos llamar a la policía.
“¿La policía? Escucha —espetó la voz severa de Isidro al otro lado de la línea telefónica—, que la chica se vaya con Javi mientras tú intentas averiguar algo más de esos tipos. Ten cuidado”.
La comunicación con Isidro se cortó al tiempo que los focos de un auto se acercaban lentamente, indecisos. Manel comprendió que su turno se iba a alargar un poco más, en su contrato se especificaba muy claramente que en caso de imprevistos, los empleados de la agencia deberían de ser flexibles en sus horarios. Agitó su mano y el coche pareció acelerar hasta que se detuvo a unos pocos metros.
El joven pelirrojo bajó del vehículo con un terrible aspecto de asustado. Miró a la chica y luego a Manel, y antes de que dijese una palabra, el detective le dio una orden.
—Llévatela a la oficina, que tome algo caliente y que entre en calor, asegúrate de que se queda tranquila, después vuelve a traerme el coche.
—¿Quién es? —preguntó Javi.
—No lo sé, pero parece que está en peligro, he hablado con el jefe y no quiere que avisemos a la policía de momento. Voy a intentar averiguar algo más de esos hombres.
El becario volvió a subir al coche esta vez acompañado de la chica que no dijo palabra y después de unas maniobras, volvió a alejarse por la misma calle que había bajado.
Manel se dirigió de nuevo hacia la casa de los rumanos. Una hora para llegar a Madrid, el tiempo que Javi se entretuviese en acondicionar a la chica, otra hora de vuelta, al menos le tocaba vigilar tres horas más hasta que regresase el becario. Mientras se acercaba a la casa, intentó elaborar mentalmente la estrategia a seguir. Llevaba cinco años trabajando como investigador desde que terminase sus estudios en la universidad, esa era su pasión, aunque había avanzado poco. Realmente, el oficio de detective privado no era tan excitante como pintaban las películas y los libros; pero Manel esperaba impaciente a que llegase su oportunidad, a que llegase ese caso que se pareciese más a las películas. Y él tenía recursos, por supuesto que los tenía.
Se asomó cautelosamente a la esquina que daba a la calle de los rumanos. Una figura caminaba hacia la puerta de la casa por el otro lado de la calle, una silueta que se recortaba contra la oscuridad ostentosamente. Su avance parecía renqueante, lento y torpe. Manel estuvo seguro de que se trataba de unos de los hombres rumanos, su corazón volvió a protestar dentro de su pecho, pero el detective enseguida lo controló, sintió deseos de acercarse al hombre y sin más preámbulos preguntarle qué era lo que había pasado con la chica, pero solo tenía la orden de vigilar.
Con sumo cuidado volvió a asomar su cabeza por la esquina.
El hombre ya había desaparecido.
El detective se pegó a la pared y avanzó sigilosamente hasta la puerta de la casa. Aquellos individuos podían ser cualquier cosa. Asesinos, mafiosos, traficantes La puerta estaba abierta de par en par como invitándole a pasar. Echó una furtiva mirada, desde el interior de la vivienda parecía exhalar un inquietante silencio y una amenazadora oscuridad. Sus ojos solo pudieron distinguir el perfil de un estrecho pasillo que se deslizaba entre dos viejas paredes de tierra.
“Pum”. El ruido llego claro desde el interior. Desde el fondo del pasillo.
Manel respiró hondo y dio un paso adentrándose en la casa. Le embargó un intenso olor que no supo ni quiso descifrar en aquel momento, deseó el haber tenido una arma encima, aunque solo hubiese sido una maldita pistola corta, de hecho tenía el permiso B para poder llevar ese tipo de pistolas, pero la agencia prohibía por norma llevar armas, tan solo el jefe y alguno de los detectives más antiguos llevaban armas.
La sombra se visualizó al fondo del pasillo. Sonó un nuevo “pum”, pero esta vez más distorsionado, como si no fuese producido por ningún objeto físico y proviniese de algo húmedo, vivo.
Por fin, Manel se decidió a hablar.
—He escuchado jaleo hace algunos minutos —dijo—. ¿Están bien? He pensado que podrían necesitar ayuda.
Nadie contestó. Sin embargo, la sombra del final del pasillo se irguió. Manel dio un paso atrás. El nuevo “pum” recorrió el pasillo en su dirección como si le quisiese tragar, incluso sintió un calinoso aliento. La sombra comenzó el avance. Lentamente, hacia él. El detective creyó escuchar unas palabras, distorsionadas, pero su pecho latía con tal fuerza que obligó a su cuerpo a girarse y a salir nuevamente de la vivienda. Quiso volver su mirada, pero no lo hizo, estaba seguro que unos pasos sonaban acercándose hacia él.
Sintió que su integridad física corría peligro. Comenzó a correr.
Parecía sentir el ruido de los “pum” detrás de él. Corrió en dirección contraria al callejón por donde había aparecido la chica. Dobló la esquina sin detenerse. Las casas del pueblo parecían todas en total silencio y dominadas por la más negra oscuridad, salvo alguna luz que se escapaba tenuemente por alguna de las ventanas, pero ni rastro de persona viviente.
Cuando hubo recorrido más de doscientos metros y las últimas casas del pueblo luchaban por no caer escondidas en la negrura de la noche, se detuvo y miró hacia atrás. No había nadie. Nadie le había seguido.
Manel soltó una risita nerviosa.
—Eres un cobarde —dijo en voz alta.
Sacó su móvil del bolsillo dispuesto a llamar a Isidro y exigirle que le mandasen el relevo rápidamente. Allí estaba pasando algo extraño. Tenía que convencer al jefe de que debían de avisar a la policía.
Tal vez la joven aportaría algún dato.
Comenzó a andar nuevamente deshaciendo su carrera. Lentamente. Hacia el callejón de los rumanos. El ruido de un motor le hizo mirar hacia una de las bocacalles. Un auto ronroneaba quieto a unos pocos metros. La figura de un individuo se recortaba en el interior contra la luna trasera. Inmóvil.
Manel reconoció el coche a pesar de la oscuridad de la noche y de la distancia. Era el Renault del becario.
—Maldito estúpido —murmuró y se dirigió hacia el auto.
El humo que escapaba por el tubo de escape se recortaba en la negrura de la noche y parecía querer volver a entrar por el estrecho conducto temeroso de la oscuridad y del frio.
Nadie se movía en el interior del vehículo. Manel recorrió el lateral del coche hasta la puerta del conductor, la ventanilla estaba rota y por fin pudo distinguir el cuerpo de Javi.
—Pero que haces aún aquí
La sangre dejó de circular por las venas del detective. Un líquido viscoso y rojo oscuro lo empapaba todo. Era sangre, por supuesto. Todo estaba pringado, el salpicadero, la luna delantera y todas las ropas del becario. Su cabeza se inclinaba hacia atrás dejando al descubierto la descarnada herida de su cuello, sus ojos abiertos como enormes platos reflejaban en la oscuridad un terror desencajado.
—¡Dios! —Manel dio un paso atrás como empujado por una enorme y candente mano. Su boca no podía articular ninguna palabra más. Cogió su móvil dispuesto a llamar a alguien. Luego lo volvió a meter en su bolsillo con un torpe movimiento.
La chica. Manel intentó relajarse y asumir la dantesca escena que se presentaba ante él. Sin acercarse, miró por las ventanillas traseras. No había nadie. Comenzó a caminar rodeando al coche. Cada paso que daba parecía que se fuese a convertir en el último que le condujese hasta el precipicio de su propia muerte.
No había ni un alma más. Tan solo el pobre becario degollado y desangrado como un cerdo. Muerto.
—Dios —repitió.
El ruido al final de la calle hizo que su corazón protestase dolorosamente dentro de su pecho. Una figura, que llevaba pegada a su espalda como si fuese una capa lo que parecía ser un trozo de tela de un color blanco intensísimo que resaltaba como un faro en medio de la negrura de la noche, atravesó veloz la calle y se perdió por la esquina.
—¡Eh! ¡Quieta! —gritó dando por sentado que era la bella muchacha perseguida por los hombres rumanos y que había dejado minutos antes en compañía del desafortunado becario; al parecer ella estaba viva.
Manel buscó algo que le sirviese como arma dentro del coche poniendo todo el cuidado posible en no rozar el cuerpo destrozado y cubierto de sangre. Ni siquiera lo miró. Encontró una vieja barra de seguridad de hierro, la asió con fuerza y corrió hacia la esquina. La calle que descendía y que parecía atravesar al pequeño pueblo de norte a sur, parecía no tener fin, o más bien, parecía tener un tenebroso fin en la oscuridad.
Pero no había ni rastro de la chica.
El detective se detuvo y dirigió su mirada hacia el final de la calle sujetando con fuerza la barra de seguridad. Su respiración sonaba como una antigua maquina a vapor. Sacó nuevamente su móvil y esta vez sí buscó un número en la agenda digital.
“Diga” contestó la voz de Isidro. “¿Eres tú Manel?”.
—Sí —la palabra del investigador sonó quebrada—. Esta muerto Javi lo han degollado.
“¿Qué ha pasado?” dijo Isidro tras un silencio casi imperceptible.
—¡No lo sé maldita sea! Le dejé con la chica, los dos se fueron en el coche y
“Está bien, tranquilízate, voy para allá”.
—Voy a llamar a la policía.
“No, espera a que llegue”.
—Está muerto, lo han asesinado, ¿no lo entiendes?
“Claro que lo entiendo, pero es un deseo expreso del cliente, nada de policía”.
—Solo había que vigilar a esos tipos —la voz de Manel parecía al borde del llanto—, no se dijo nada de asesinatos.
“Espera que llegue” repitió la serena y autoritaria voz de Isidro a través del móvil. “Mientras, mantén la vigilancia de esos tipos”.
El jefe cortó la comunicación.
—¡Hijoputa!
Manel se guardó el móvil, por un momento se olvidó de la chica y comenzó a andar hacia el callejón donde estaba la casa de los rumanos. La barra bailaba en su mano. Se detuvo en seco, una figura caminaba por el callejón, creyó reconocer de nuevo la figura de uno de los hombres a los que había vigilado y que parecía caminar con dificultad, su enorme cuerpo parecía que de un momento a otro fuese a estrellarse contra el suelo.
La silueta se alejó por la otra punta de la calle hasta que dobló la esquina desapareciendo de la vista del detective. Manel corrió atravesando toda la calle hasta llegar a la esquina por la que había desaparecido el rumano, le vio doblar por otro de los callejones, el detective volvió a correr hasta asomar su cabeza por la esquina, pudo ver al hombre introducirse en una de las casas. La luz que salía por la ventana era amarillenta, sucia. Se pegó a la pared y fue acercándose hacia la puerta temiendo que de un momento a otro el individuo apareciese blandiendo un hacha.
El alarido atravesó sus tímpanos como si quisiese destrozarlos en mil pedazos. Manel contuvo un grito como respuesta lleno de terror. Temblando de pies a cabeza, levantó la barra de hierro que aún mantenía en su mano y se asomó, la puerta estaba abierta de par en par, un pequeño pasillo con un modesto recibidor de madera daba la bienvenida a quien fuese a entrar en la vivienda.
Un ruido de un objeto arrastrarse se escapó desde el interior.
Miró hacia atrás y meditó la posibilidad de volver junto al coche y esperar a la llegada de su jefe, pero por el contrario, dio un paso y se adentró en la casa. Recorrió el pasillo todo lo sigilosamente que pudo hasta llegar a un pequeño salón, el investigador se llevó la mano a la boca y contuvo una desagradable arcada, apartó su mirada, la vieja estaba sentada en el sillón, tenía las ropas abiertas a la altura de su pecho, sus carnes blancas y arrugadas estaban surcadas de grotescos cortes que dejaban entrever sus octogenarias vísceras. El hombre estaba tumbado bocabajo. Su cabeza estaba separada a medio metro de su cuerpo de anciano.
La sangre aún parecía rezumar vapor caliente.
Al fondo del comedor se abría una puerta que daba a una habitación, la luz estaba encendida. Dos figuras forcejaban al fondo, una de ellas dio un atlético salto y despareció por un lateral de la estancia, la otra, mucho más voluminosa comenzó a avanzar hacia él desde el fondo.
Los dedos de la mano del detective comenzaron a temblar en un incontrolable movimiento. La barra cayó de su mano. Manel se giró dispuesto a huir de aquel lugar. Sus pies tropezaron con la cabeza del viejo y su nariz chocó de golpe contra el canto de la puerta abierta, al instante, una ráfaga de dolor recorrió todo su rostro haciéndole tambalearse a punto de caer.
La figura atravesó la puerta de la habitación avanzando por el medio del salón, acercándose a él. Manel pudo observarle durante unos terroríficos segundos, sin duda, era uno de los rumanos a los que había estado espiando, pero su rostro ya no era el de un matón, parecía el rostro de un demonio recién ascendido del infierno, sus labios se retorcían en una aberrante mueca, chorreones de sangre surcaban sus mejillas y uno de sus brazos parecía bailar sin control como separado de la articulación de su hombro al compas de sus descompensados pasos.
El detective lanzó un grito y esta vez sí esquivó la puerta. Salió a la calle donde apenas sintió el helador frio de la noche que ya podía estar por debajo de cero grados, su pie se dobló en el bordillo de la acera y cayó rodando sobre el asfalto de gravilla.
Se incorporó todo lo rápido que pudo. El engendro rumano avanzaba por el pasillo en dirección a la salida.
Manel corrió sin mirar atrás, giró la esquina y ascendió por la calle que conducía hasta donde estaba detenido el coche de Javi, sin pensárselo, agarró el cuerpo del becario y tiró de él hasta que cayó produciendo un sordo sonido sobre el suelo. Asió con fuerza el volante hasta que sus dedos enrojecieron, se alejaría de allí y llamaría a la policía de inmediato, le gustase a quien le gustase. Su mano no atinaba a encontrar el contacto.
Una sombra se plantó a su lado.
—¡Agh!
La aparición se inclinó y un rostro bello le miró a través del cristal. Era la chica, sus ropas blancas parecían desgarradas bajo un abrigo que se había puesto.
Manel volvió a bajar del coche mirando a ambos lados temeroso de que el deforme rumano apareciese, pero nadie se acercaba, tan solo la guapa muchacha; por un momento, el detective tuvo la amarga sensación de que tras los rasgos casi perfectos y las suaves líneas femeninas, se escondía otro rostro, como si estuviese acechando detrás de la belleza de la joven.
¿Acechando? Manel se quitó rápidamente aquella sensación y se encaró con la joven, solo era una muchacha que probablemente corría algún tipo de peligro por parte de aquellos maleantes.
—Vamos, te sacaré de aquí —dijo indicando a la chica que subiese en el coche.
—Esos hombres son malos —susurró la joven con una suave voz y en un acento que hacía notar su procedencia extranjera.
—Te llevaré lejos de ellos.
La chica subió en el vehículo y el investigador volvió a colocarse al volante. Esta vez encontró la llave puesta en el contacto con mucha más celeridad, arrancó y pisó el acelerador a fondo, las ruedas chirriaron en la gravilla como si fuesen animalillos temerosos huyendo de algún peligro. Las manos del detective enderezaron el coche que avanzó con rapidez por la calle del pueblo buscando la traviesa principal que conducía hasta la carretera.
Manel pisó el freno a fondo a la vez que lanzaba un grito de sorpresa y terror. El coche derrapó haciendo un medio trompo hasta quedar atravesado en medio de la calle.
La figura había aparecido de improvisto, agitando uno de sus brazos como un poseso y lanzando gritos incomprensibles. El otro brazo le colgaba de su hombro como un artilugio estropeado e inservible. Era el engendro rumano que le había perseguido en la casa donde habían asesinado a la pareja de ancianos, se había detenido justo delante cortándoles el paso. Las luces de los focos alumbraban todo su cuerpo como si fuese el actor principal de una tenebrosa obra de teatro.
Manel metió la marcha atrás. La luna trasera saltó rota en mil pedazos. El detective lanzó un grito de terror e instintivamente miró por el retrovisor, el otro rumano estaba justo detrás y sujetaba un enorme palo entre sus manos con el que seguramente había roto la luna. Un doloroso calor comenzó a recorrer todo su cuerpo a la vez que un nudo taponaba su garganta impidiéndole respirar. El terror comenzaba a apoderarse del detective. Estaba atrapado entre aquellos maleantes. Entre aquellos monstruos.
Volvió a mirar hacia delante. El hombretón del brazo dislocado había desaparecido. La puerta delantera del copiloto se abrió como si fuese arrancada del chasis del coche y una enorme mano agarró el fino brazo de la chica arrastrándola fuera del vehículo.
—No dejes que me lleven —intentó protestar la joven mientras era alejada por el enorme rumano.
—¡Eh! —grito Manel dispuesto a defenderse a pesar de todo.
Pero otro nuevo estallido le hizo permanecer quieto en su asiento. La ventana de su puerta había saltado hecha añicos, trozos de cristal rebotaron en su mejilla. Cerró los ojos esperando que el hombre del palo le destrozase la cabeza a golpes.
Los segundos pasaron al ritmo de los descontrolados latidos de su corazón. Manel pudo escuchar el motor de un vehículo aproximarse. Volvió a abrir los ojos para volverlos a cerrar de inmediato deslumbrado por las luces del auto recién llegado. Se tiró fuera del coche y quedó de rodillas temblando de pies a la cabeza.
Aún estaba vivo.
—¡Manel! —gritó una voz que enseguida reconoció.
La tranquilidad y la seguridad volvieron a aparecer entre sus sensaciones expulsando al terror que le había estado invadiendo durante los últimos minutos. Manel se levantó y arrastrando los pies se dirigió hacia la figura que sujetaba una pistola en su mano.
Era Isidro, su jefe.
—¿Qué ha pasado?
El detective, entonces, recordó a la chica como un mal pensamiento que volvía a su mente después de haber permanecido olvidado durante años, giró lentamente su cabeza hacia atrás y miró temerosamente esperando ver aún a los dos rumanos arrastrando a la muchacha.
Pero no había ni rastro de ella.
—Se la han llevado —percibió como su voz tartamudeaba notablemente.
—Está bien, tranquilízate —dijo su jefe intentando serenarle—, tienes que contarme todo lo ocurrido.
El detective narró todo lo que había acontecido durante aquella noche, desde la primera vez que vio a la chica pasar corriendo, hasta el último y reciente altercado con los dos rumanos en el que había tenido la certeza de que acabarían con su vida machacándole la cabeza a golpes.
—Está bien —concluyó serenamente Isidro—, llévame a esa casa, quiero echar un vistazo.
Los dos hombres subieron en el Mercedes del viejo investigador que condujo hasta las cercanías de la casa de los rumanos. Todas las luces de las viviendas cercanas estaban apagadas dotando al pueblo de una espeluznante sensación de abandono.
Bajaron del auto. Isidro volvió a sacar su pistola. Llegaron junto a la puerta. El viejo detective golpeó suavemente el aluminio desgastado con la culata de su arma y echó una mirada a Manel. Nadie contestó.
El gerente de la agencia de detectives Vueltasabrió la puerta con una facilidad sorprendente. Lo primero que percibieron fue el intenso olor, un desagradable tufo como si hubiese algún animal muerto cuya descomposición estaba llegando a su fin. Un olor que se escondía detrás de otro aroma más conocido, a suciedad y podredumbre que llenaba el pasillo de la casa.
Pero aparte de los desagradables olores, todo era silencio.
Isidro enseguida encontró el interruptor de la luz y las paredes del pasillo aparecieron visibles. No había ni un solo mueble. El jefe observaba cada detalle con delicada meticulosidad, daba la impresión de que sus ojos y sus gestos fotografiaban cualquier detalle que estuviese alrededor, hasta el más mínimo, hasta la más insignificante telaraña en un rincón del techo parecía que no fuese escapar a su observación.
Una de las habitaciones estaba llena de trapos viejos y desgarrados. Y cuerdas. El olor se acentuó. Un olor diferente.
Isidro se agachó en un rincón y su mano hurgó entre los trapos viejos y sucios. Cuando volvió a levantar su mano, sujetaba entre sus dedos un trozo de papel.
—Vamos a la luz —ordenó—. Aquí apenas se distingue nada.
Volvieron a salir al pasillo donde la luz de una esquelética bombilla daba un poco mas de luminosidad.
—Baia Mare —pronunciaron los labios del viejo detective mientras leía el papel—, Guludia, tres de febrero.
—¿Qué es Baia Mare? —Manel observaba expectante y dubitativo a su jefe
Sin hacer caso a la pregunta de su empleado, Isidro buscó en su móvil.
—Es una ciudad rumana —informó después de unos segundos—, del norte del país, y Guludia probablemente será alguna población cercana.
—¿Y qué sugiere que hagamos?
—El tres de febrero es pasado mañana —dijo el viejo detective mientras entregaba el papel a su empleado—, quiero que vayas a Rumania e investigues que significan estos datos.
—Pero, ni siquiera sabemos si esos hombres se dirigen hacia allí —la improvisada orden de Isidro no terminaba de calmar al aturdido Manel.
—Pondré a otro detective vigilando la casa —sentenció el viejo jefe—, pero tú irás a Rumania.
Manel sabía sobradamente que un deseo, una orden de Isidro, era inapelable si querías trabajar en la agencia Vueltas.
—Descansa unas horas, yo solucionaré todo esto con la policía y me encargaré de conseguirte un billete de avión para la mañana y un alojamiento en Baia Mare —terminó diciendo el viejo investigador.