Un puñado de pastillas y otros relatos




Sábado 7:05 horas

La mujer entreabrió sus ojos con una sofocante lentitud. El movimiento del hombre levantándose de la cama, la despertó; observó la silueta desnuda bañada por los primeros rayos de la mañana que entraban por la ventana y sonrió lascivamente a pesar del dolor de cabeza producto de la ingestión de alcohol y otras sustancias que se habían convertido en parte de su dieta diaria.

−¿Ya te vas? las palabras salieron prácticamente ininteligibles de su boca pastosa y reseca.

−Sí amor contestó él mientras terminaba de abrochar con pulcritud el último botón de su camisa−, tengo compromisos muy importantes, te llamaré por la tarde, así puedes descansar todo el día.

Claro. La llamaría por la tarde, de eso estaba segura, al menos durante un tiempo, él la llamaría todas las tardes porque la necesitaba. Estiró sus labios resecos para recibir el suave beso de él y contempló tristemente como el hombre abandonaba la amplia habitación y escuchaba como se cerraba la puerta exterior con un portazo indiferente, dejándola nuevamente sola.

Sola.

Sola es como no quería sentirse, tenía 58 años y detestaba el terror inmenso que la envolvía cuando pensaba en la soledad. Y lo hacía tan a menudo…, la asustaba más incluso que la propia muerte. Mucho más.

Se removió en la cama, ojala el sueño le volviese a vencer. Pero por el contrario, el dolor de cabeza se acentuó. La mujer gimió, angustiada. El sueño ya no aparecería, lo sabía de sobra. Se arrastró por la cama y se levantó tambaleándose, uno de los tirantes de su camisón se bajó dejando al descubierto uno de sus pechos, flácido y caído; a pesar de los intentos de horas y horas de gimnasio ya había perdido la turgencia de ataño que tantas sensaciones habían despertado en los hombres.

Sus dedos temblorosos volvieron a subir el tirante; a quien quería engañar, todo su esplendor, su cautivadora belleza de años atrás, se habían perdido, la habían abandonado como cuando terminas una fiesta de disfraces y has de despojarte del colorido traje. El baile había terminado para ella.

Llegó a la caja de medicamentos y rebuscó entre los innumerables botes y cajas, escogió media docena de pastillas y se las tragó con la ayuda de un sorbo de agua. Pronto harían efecto.

Permaneció en pie con las manos apretando sus sienes mientras las manecillas del solemne reloj del salón avanzaban lenta pero inexorablemente, como su vida. Había sido una hermosa joven y una atractiva mujer, rica y famosa, que había sido amada por un montón de selectos caballeros, la reina de las revistas y del cotilleo de la televisión y que había traído al mundo dos magníficos varones, guapos y ricos, pero ahora, tan solo era una mujer que envejecía imparablemente, sola.

El dolor de cabeza comenzó a pasar, se sirvió un vaso de ginebra y bebió hasta la mitad, la sonrisa volvió a sus labios y sorbió otro trago. No, no estaba tan sola, claro que no, tenía montones de hombres que se peleaban por estar a su lado, por salir junto aquella noble señora, como su actual compañero, su amor, él la amaba; se volvió a mirar en el espejo, sonriente, sí, aún era bella y atractiva y las revistas aún la buscaban para sacarla en sus portadas, solo tenía que arreglarse, bajar a la calle y una nube de enloquecidos paparazis la asediarían llenándola de fotos.

Sí, no estaba sola. Dio un nuevo trago de ginebra y sonrió al espejo que la devolvió su imagen envuelta en una amenazante sombra.

Sábado 13:20 horas

La fiesta estaba siendo un éxito en todos los sentidos, pero sobre todo, porqué más de una treintena de personas, casi todas ellas famosas por un motivo u otro, se habían reunido para divertirse y ni un solo periodista había tenido noticia alguna de ello, ni uno solo de aquellos aguafiestas lameculos tan arrogantes y provocativos con sus cámaras y micrófonos estaban allí ni en un radio de muchísimos kilómetros a la redonda para molestarles.

Todo intimidad. Solo intimidad. Y así debería de ser siempre, esos rastreros hijos de perra solo debían de estar para cuando se les necesitase y se les llamase. Y nada más.

Ni un nubarrón en el horizonte, el risueño sol de primavera bañaba todos y cada uno de los rincones de las numerosas hectáreas que componían la finca; el verde se mezclaba con los vivos colores de las flores y el azul del cielo caía como una manta de terciopelo sobre las mansas aguas del estanque. Los conejos y algún que otro osado zorro bajado de la serranía, se atrevían a acercarse al jolgorio de la fiesta sabedores que en aquel día nadie iba a hacerles daño.

Ni un nubarrón gris.

El joven se separó del grueso de la fiesta acompañado de una hermosa mujer y pasearon bordeando el blanco muro que envolvía la capea donde después de la comida continuaría la fiesta. Él era el anfitrión, 34 años, moreno, intensamente guapo, rico y famoso. Ella su acompañante, que en ese mismo momento suspiró, haciendo que sus senos morenos y generosos se hinchasen dentro de su ajustado top, llena de felicidad.

−Edu, ¿qué ocurre cielo?

−Nada amor el joven la agarró de la cintura y saboreó los carnosos labios femeninos durante unos segundos mientras sentía la ebullición de su sangre en las partes más intimas de su cuerpo, aquella hembra le aportaba un bienestar que no había conseguido sentir nunca antes en su vida, a pesar de las numerosas mujeres a las que había o le habían seducido, desde luego, la suya era una relación plenamente consolidada gracias a la responsabilidad y a la sensatez adquiridas a lo largo de su vida.

Desde la posición donde se encontraban podían ver la explanada junto al estanque donde estaban instalados los toldos que protegían del sol el comedor y la sala de baile, habilitados y acondicionados para la ocasión; pudo distinguir a su hermano junto a su nuevo… ”amor”, una modelo preciosa con ganas de abrirse camino “a cualquier precio”, por supuesto que no dudaba de la capacidad y de la inteligencia de su hermano, era dos años más joven que él pero igualmente responsable o más que él aún, pero no era el momento para un nuevo amor y menos para introducirla en el seno familiar, había problemas con una parte de la herencia que les incumbía tan solo a ellos dos, una parte importante que tenía mucho valor y donde aún quedaban muchos flecos y firmas por consolidar.

−¿Cariño? la dulce voz de su novia volvió a sonar a su lado, la volvió a besar.

No había nubes grises en el cielo.

La silueta musculosa y esbelta de su hermano abandonó la fiesta en dirección al caserón. Solo.

−Vamos ordenó con suavidad cogiendo a la mujer de la mano y dirigiéndose hacia la casa.

Entraron en el casón, la joven hizo intento de pararse en la entrada, pero el tiró de ella, quería que le acompañase.

Su hermano bajaba por la amplia escalera de roble procedente del piso de arriba, cuando les vio, les ofreció una sobria y sincera sonrisa, era el pequeño y el más serio de los dos.

Intercambiaron sus expresiones sobre el desarrollo de la fiesta.

−Recuerda que esta semana tenemos la reunión sabía que no era el momento para el tema de la herencia, pero no iba a volver a ver a su hermano en persona antes de la importante reunión y tenía que aclarar una cosa.

−Sí, por supuesto, no te preocupes dijo el menor de los hermanos en un tono cordial mirándoles a los dos−, todo va a salir bien.

−No lo dudo hermano.

−Entonces volvamos a la fiesta.

−Escucha, Almudena… así se llamaba la nueva pareja de su hermano pequeño, titubeó porque no le era fácil tocar aquella cuestión, pero debía resolverlo, él había incluido a Eva en algunos de los papeles del reparto, pero Eva era su novia consolidada y su futura esposa, pero Almudena, bueno, su hermano tan solo llevaba unas semanas con ella y realmente ninguno de ellos sabía sus verdaderas intenciones−, ¿qué piensas hacer con respecto a ella?

−O sea, que es eso lo que te preocupa −adivinó el pequeño de los hermanos sin perder su compostura como si el comentario fuese sobre la próxima corrida de toros−, es una buena chica pero no te preocupes, no pienso poner su nombre por ningún lado.

Se sintió aliviado, aunque no del todo hasta que no se plasmasen las firmas.

−Por cierto continuó su hermano pequeño−, ¿has hablado con mama estos días?

−Claro, la llamé y la invité a que viniese, pero me dijo que pasaría el fin de semana con, bueno ya sabes, con su nuevo ligue.

El disgusto se hizo evidente entre los dos hermanos ante el significado de aquellas palabras, ninguno aprobaba la relación de su madre con aquel tipo, y no solo porque le sacase más de 20 años, los dos sabían que su madre en los últimos meses había dado notables evidencias de deterioro y de encontrarse en un estado cercano a la depresión y los dos estaban de acuerdo en que no era la solución para ella que se liase con el primer “vivelavida” que se le acercase, si bien era verdad que en los últimos tiempos se habían alejado algo de ella, los dos, sus compromisos profesionales que les llevaban durante una larga temporada por todo el territorio del país y por el extranjero, sus compromisos de prensa y publicidad y sus momentos para ellos mismos; no habían tenido mucho tiempo para pensar en su madre, y mucho menos en su nuevo ligue, lo que sabían de él es que era un bailarín de tres al cuarto cuyo mayor éxito había sido bailar en segunda fila en algunos programas de televisión de bajo presupuesto, y lo peor, es que nada mas liarse con su madre, a los pocos días, había salido en uno de los programas más populosos y con más audiencia del repugnante mundo del cotilleo, y no para bailar, sino para alardear de sus dotes y por supuesto, de lo locamente enamorada que andaba su madre de él, y que gracias a su relación, ella volvía a ser una mujer feliz.

Tal vez iba siendo hora de dar un toque al mequetrefe.

−Voy a hablar con él en cuanto vuelva a la ciudad.

−Se prudente aconsejó su hermano pequeño−, ya sabes que le sigue un ejército de periodistas, un escándalo no nos vendría bien en estos momentos.

Su hermano tenía razón, no quería mancharse las manos con el tipejo, pero aun así, hablaría con él. Ya se las arreglaría para hacerlo a escondidas, como había conseguido celebrar la fiesta.

Eduardo avanzó detrás de su novia y de su hermano pequeño que charlaban alegremente sobre cualquier anécdota que hubiese sucedido durante la mañana, los tres salieron de nuevo al sensacional día de primavera, no había ni una nube en el cielo pintado de un azul intenso, pero sin saber porque, tuvo la agria sensación de que detrás de la cercana serranía se escondía un tumulto de grises nubarrones.

Sábado 21:35 horas

“El Pato”, como habían decidido llamarle algunos de sus compañeros de trabajo por ciertos movimientos en su forma de bailar, volvió a pulsar la tecla de su móvil para silenciar la llamada. Era la tercera vez en menos de una hora que repetía la misma operación. Por un momento, el bailarín se sintió pesaroso.

Pero solo durante unos segundos, claro que sentía pena por esa mujer, pero él no había llegado a su vida para hacer de tapón en el infinito desagüe de sus amarguras, solo tenía 34 años y estaba en lo mejor de su vida, tan solo iba a ser una ráfaga de aire fresco en la rancia monotonía de su vida, y ella a cambio, iba a servirle de lanzadera.

Pero aquella noche no la iba a pasar con ella.

El hombre volvió a mirar a la joven periodista sentada a su lado en un apartado pub a unos cuantos kilómetros de la ciudad, no media más de metro sesentaicinco, pero su silueta era espectacular, sobre todo sus grandes senos, cuya piel se tensaba de tórrida manera en el escote de su camisa.

−Solucionado −dijo volviendo a guardar su móvil en el bolsillo de su pantalón al tiempo que se pegaba mas a la joven periodista intentado poner su mirada más seductora en su ancho y algo desproporcionado rostro−. Nada de micros ni de cámaras, vamos a mi casa, pasamos la noche y te doy la foto además de responder a algunas preguntas, las que tú quieras sobre ella.

“El Pato” pensaba sacarle el máximo provecho a su situación y aquella gatita morena con un cuerpo de vicio, iba a ser su primera víctima; a pesar de bailar y salir en la televisión esporádicamente, no era un ligón nato, y no por deseos, no era feo, pero su cara redonda y ensanchada no ayudaba a que las hembras se derritiesen cuando las miraba y con su labia tampoco terminaba de convencerlas. Pero ahora todo había cambiando, el destino había puesto a sus pies aquella maravillosa oportunidad, tenía el poder de los medios en sus manos, aun así, debía de tener mucho tacto y no debía de hacer enfadar a su tesoro, nada mas despacharse a gusto con la periodista, la llamaría con dulces palabras de amor poniéndola cualquier excusa de porque no le había cogido el teléfono.

−¿Por qué no me dejas ver la foto? preguntó modosamente la chica.

−Ja ja el bailarín rodeó el fino cuello de la joven con su mano hasta posar sus dedos en el nacimiento de los senos−. ¿No me crees? Tengo muchas más, pero ese es el trato, nos vamos y tendrás el reportaje de tu vida, todas las revistas se pelearan por publicar tu reportaje.

La joven sonrió cómplicemente y dejó que los dedos del Pato explorasen mucho más territorio.

Domingo 00:40 horas

El móvil de última generación estalló en mil pedazos tras impactar contra el muro de hormigón de la casa, por un momento, los trozos de cristal y de plástico parecieron flotar en el aire viciado del salón hasta que cayeron produciendo pequeños ruidos, como si en algún lugar oculto de la estancia se estuviese librando un invisible tiroteo entre muñecos de goma.

−¡Maldito canalla! aulló rabiosamente la mujer al tiempo que se arrodillaba ante la pared como si quisiese implorar a los dioses del cuadro que colgaba ante ella, dioses de pintura, dejándose caer después sobre el suelo envuelta en un histérico llanto.

Todas las luces del inmenso piso estaban encendidas y por las ventanas abiertas se colaban como finos alfileres que se iban clavando en su piel, los selectos ruidos que emanaba de la noche en aquel privilegiado lugar de la ciudad.

Se arrastró a gatas por el parquet hasta agarrar ansiosamente la botella de ginebra que reposaba tumbada sobre la mesita del salón, vacía, el cristal reflejó sin distorsiones su rostro y su cuerpo, el vestido negro, ultimo regalo de su hijo mayor, se había arrugado sobre su cuerpo hasta convertirse en un ridículo trapo y su maquillaje se había corrido por toda su cara mezclándose con ginebra seca dando a su rostro un aspecto dantesco.

Lanzó la botella con rabia hacia el pasillo vacio. Después se incorporó apoyándose en el sillón de piel hasta quedar de rodillas, no permitiría que aquella rata le hiciese daño. El dolor de cabeza era insoportable, con esfuerzo, consiguió levantarse, se tambaleó y dio dos pasos, su torpe pierna tropezó con la mesita y la mujer cayó al suelo, sus manos no fueron capaces de amortiguar el golpe; su cuerpo entero chocó contra el parquet haciendo que un ruido blando y visceral llenase el salón, borrando por unos instantes los sonidos de los taxis, las salas de fiesta y los restaurantes que penetraban del exterior.

Domingo 6:50 horas

Eduardo ahogó un grito de angustia antes de despertarse, convirtiéndolo en un lastimero gemido que no consiguió despertar a Eva que dormía placenteramente a su lado. Notó el pegajoso sudor cubrir todo su cuerpo a pesar de que las temperaturas nocturnas aún no eran ni mucho menos calurosas.

Miró el reloj, no eran ni las siete de la mañana y ni tan siquiera hacía dos horas que se habían acostado. Se levantó. No tenía pesadillas desde que era un niño, pero, lo que le acababa de despertar no había sido una pesadilla, tal vez un mal sueño fruto de las últimas presiones y del que apenas recordaba nada, solo una cosa, que su madre sufría en el sueño.

La idea del sufrimiento de su madre le hizo sentirse repentinamente mal. Por un momento pudo contemplar su cuerpo desnudo reflejado en el gran espejo del armario empotrado, no era muy alto, pero su cuerpo se presentaba moreno y perfectamente moldeado acorde con su cabello negro y cuidadosamente tratado dando cobijo a un rostro juvenil y tremendamente hermoso, había sido y era uno de los jóvenes más atractivo del país y no porque lo dijese él, lo decía toda la prensa y televisión. Se sintió orgulloso de sí mismo y por unos instantes se olvidó del sueño de su madre, se puso un pantalón largo de pijama y salió del cuarto, aún se oían algunas risas últimos restos de la fiesta.

Cogió su móvil y buscó en la agenda del teléfono, la idea de que no sabía de memoria el número del móvil de su madre, aumentó la desagradable sensación. La estúpida voz que anunciaba qué el número al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura atravesó sus oídos como un desagradable y estridente ruido. Edu notó como se le aceleraba el pulso, no se lo podía creer, él era una persona tranquila, tenía los nervios de acero como exigía su profesión. Solo había sido un ridículo sueño, seguramente su madre estaría pasando la noche con su nuevo ligue, el recordar al bailarín le crispó aún más.

Volvió a la cama junto a su novia. Sintió los finos brazos de la chica intentando abrazarle, se apartó de ella dando media vuelta, en el silencio del cuarto pudo notar la sorpresa de Eva, pero no dijo nada. Se removió inquieto durante unos minutos en su lado de la cama hasta que volvió a levantarse.

“¿Qué te pasa amor?” Hizo caso omiso de la pregunta de la chica y se dirigió nuevamente a la cocina. De nuevo buscó entre los números grabados en la memoria del aparato. Solo había sido un sueño, pero su madre aparecía en él tan angustiada... Buscó el número de su tía, a ella no le importaría acercarse hasta el piso y cerciorarse de que su madre estaba bien.

El aparato dio el primer tono y enseguida apretó la tecla de fin de llamada. No, él no era un paranoico, claro que no, estaba dejándose llevar por algo que no era real, solo había sido un sueño, ni siquiera una pesadilla, no iba a molestar a su tía por un estúpido sueño. Dejó el teléfono sobre la encimera de la cocina con un sonoro golpe. Debía de tranquilizarse, su madre le devolvería la llamada nada mas viese que le había estado llamando.

Detrás de la ventana de la cocina, el sol matutino pareció oscurecerse como si fuese ocultado por una nube, una nube gris. Eduardo fue a la nevera y bebió un largo trago de zumo.

Domingo 11:05 horas

“El Pato” detuvo su coche a las afueras de la ciudad, en una avenida solitaria. Mandó la foto prometida por correo al móvil de la periodista y le permitió que encendiese la grabadora para contestarle a las preguntas sobre su relación con la musa.

La morena ya tenía su reportaje y él había pasado una impresionante noche de sexo.

Y no solo eso, cuando la chica hiciese pública la entrevista, volvería a salir en todos los medios y su fama se multiplicaría.

Después de las preguntas, dejó que la joven reportera bajase del coche, desde allí que cogiese un taxi o se fuese andando, ella vería. Él, mientras tanto, no podía apartar la enorme sonrisa de satisfacción que sus labios dibujaban en su cara sin apenas pedírselo. La chica se alejó sin despedirse a paso apresurado, la muy tontita apenas le hablaba desde que lo hicieron la primera vez. Se la había “tirado” durante toda la noche. Su sonrisa se acentuó, podría ser que a ella no le hubiese gustado tanto, pero él estaba encantado.

Observó durante unos segundos la pequeña pero espectacular silueta de la joven alejarse, después, marcó un número de móvil seguro de que una voz le contestaría ansiosa. El número al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura. Parte de su seguridad se diluyó en tan solo unas pocas milésimas, volvió a intentar la llamada nuevamente sin éxito.

“El Pato” comenzó a sentir cierta inquietud. ¿Se habría enfadado de verdad? ¿Querría hacérselo pagar? ¿Sería capaz de terminar con su relación? Esta última pregunta fue la que más le atormentó. Pero no, no podía ser, él se había convertido en un auténtico oasis para ella en su vida llena de desilusiones y soledad. Estaría borracha durmiendo la mona en cualquier rincón de la casa y su móvil se habría quedado sin batería.

Seguro que terminaría llamándole. Arrancó su coche y se dirigió a su casa donde dormiría unas horas.

Domingo 12:40 horas

Sorprendentemente no sentía dolor, a pesar de tener su rodilla hinchada y roja como un enorme tomate pasado, tan solo notaba un cosquilleo y un desagradable calor en su mejilla derecha. Movió la lengua dentro de su boca removiendo la sangre reseca que ya se había pegado a sus encías y a su paladar, la pasó por su dentadura notando como al menos dos de sus piezas dentales se movían pugnando por desprenderse dolorosamente de sus raíces.

La mujer lanzó un lastimoso gemido y se levantó obligando a sus entumecidos músculos a trabajar; la luz natural había inundado todo el salón donde ella había permanecido tirada durante horas. Semiinconsciente. Inconsciente a veces.

Parpadeó varias veces acomodando sus hinchados ojos a la luz diurna. Al menos ya era pleno día y la soledad de la noche dejaría de atormentarla, incluso tal vez recibiría la llamada de alguno de sus hijos, o tal vez la llamaría él pidiéndola perdón y disculpándose amargamente por no haber estado con ella por la noche. Claro que se disculparía y ella aceptaría sus disculpas porque los dos se necesitaban.

Se agarró fuertemente a uno de los sillones alejándose del pequeño charco de sangre reseca que se había formado en el parquet. Buscó su móvil intentando recordar donde lo había colocado. La mujer soltó un nuevo lamento, el dolor de cabeza empezaba a reaparecer rápidamente acompañado del detestable malestar con el que se despertaba cada día. Necesitaba su dosis de pastillas. Intentó dirigirse al baño, uno de sus pies arrastró un objeto cortante hasta clavárselo dolorosamente en la planta, dejó caer su liviano cuerpo en una de las sillas de madera de roble y se quitó el trozo de plástico de la carcasa de su móvil que se había clavado en su pie sin poder recordar como su teléfono había llegado hasta aquel desastroso estado; se volvió a levantar y se arrastró cojeando entre los restos de su móvil, apoyándose en las paredes, dejando tras de sí un finísimo rastro de sangre por el pasillo.

En el baño contempló su rostro en el espejo, tenía la mejilla derecha tremendamente hinchada y mas colorada aun que su rodilla, su barbilla y sus labios estaban llenos de sangre reseca que se mezclaba con restos de maquillaje dando a su rostro el aspecto de un extraño y surrealista cuadro de pintura; abrió la puertecita del armario y su mano temblorosa buscó uno de los frasquitos tirando varios de ellos. Maldito dolor de cabeza. La mujer se sujetó fuertemente a la pila del lavabo cerrando sus ojos y suplicando para que el dolor le diese una pequeña tregua. Permaneció en pie durante unos segundos hasta que se sintió nuevamente con fuerzas, sus dedos entonces bailaron ante ella y abrieron con torpeza el pequeño frasco blanco, volcó un puñado de pastillas en su mano derramando parte en la pila del lavabo. Un nuevo pinchazo atravesó sus sienes como un hierro candente, “¡Ah!” El débil grito volvió a ahuyentar al dolor. Debía de tomarse las pastillas. Miró al puñado de pastillas que reposaban en su mano como si fuesen pequeñas piedras colocadas por algún artista olvidado en el tiempo. Temblaban, se movían en la palma de su mano cómo impulsadas por un pequeño terremoto con epicentro en su cabeza.

Solo era un puñado de pastillas. Se las llevó a la boca donde permanecieron unos segundos formando una pasta con la sangre reseca, pidiendo urgentemente un líquido que las empujase hacia la garganta; su mano temblorosa buscó el pequeño vaso de cristal y lo llenó de agua hasta la mitad, sintiendo como el aire comenzaba a llegar con dificultad a sus pulmones, intentó toser sin fuerza y con un desesperado movimiento, llevó el vaso a su boca, a penas el liquido rozó sus labios, el vaso cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos.

Un nuevo estallido sacudió su cabeza y el agua posada en sus labios tan solo sirvió para que la masa de su boca se hiciese más pastosa y avanzase lentamente por su garganta hasta quedarse atascada en algún punto. Intentó tragar. Sus ojos se llenaron de líquido, sintió una débil arcada insuficiente para desatascar su garganta. Intentó agarrarse nuevamente al lavabo, pero sus manos resbalaron esta vez y su cuerpo cayó nuevamente al suelo.

Entonces, la musa, la Señora, se sintió liviana, muy ligera, como hacía mucho tiempo, muchos años.

Domingo 17:35 horas

La finca volvía a retomar su habitual y solemne calma. Uno a uno todos los invitados de la fiesta se habían ido marchando, el último en hacerlo había sido su hermano hacía tan solo media hora, no había querido preocuparle con el sueño sobre su madre, pero seguía sintiéndose inquieto, no esperaría hasta mañana, él también prepararía las cosas y saldría rumbo a la ciudad, tan solo eran dos horas y media de viaje.

El teléfono sonó en la mesita del comedor, Eduardo prácticamente llegó en tres zancadas y cogió el aparato con cierta ansia. Era un número privado. Dio paso a la llamada notando como sus nervios de acero se tensaban en su estómago.

−Por favor, el señor Ramírez la voz era grave, seria, dejaba claro que sus palabras comunicarían alguna noticia importante, pero nada alegre.

−Sí, soy yo la tensión de su estómago se trasladó a su pecho−. ¿Qué es lo que quería?

Antes de que la voz contestase, ya sabía lo que iba a decir.

−Su madre ha sufrido un accidente.

−¿Quién es usted?

−Soy Concejal de Sanidad, le pediría que viniese lo antes posible el hombre de la voz grave hizo una pausa−, su madre aún se encuentra en su domicilio ante la imposibilidad de trasladarla.

El joven titubeó unos instantes, notó un calor placentero en sus piernas, flojeaban, pero solo durante unos instantes, enseguida se recuperó, su profesión y los golpes de la vida habían hecho de él un hombre fuerte.

−¿Qué le ha pasado?

−Es mejor que venga señor Ramírez, la situación no es buena y debido a que su madre es un personaje muy popular entendemos….

−Mire señor interrumpió con brusquedad Eduardo−, dígame de una puta vez como se encuentra mi madre.

El silencio pareció enfriar el teléfono en la mano del joven.

-Su madre a muerto, lamento tener que decírselo de esta manera.

8 DIAS DESPUES

Lunes

Como si de una coreografía se tratase de su ya antiguo trabajo, el bailarín saltó sobre la acera haciendo un quiebro entre dos coches y esquivando a la nube de periodistas que le perseguían.

Entró en el edificio y subió a su apartamento, rápidamente se cambió la ropa empapada, llevaba una semana de tormentas y los chaparrones eran casi constantes por las tardes.

Acababa de vender la ultima foto a una de las principales revistas del país a un precio de oro; en los últimos dos días había colocado todas las fotos en las que aparecía con ella y ya tenía dinero de sobra para comenzar otra vida lejos de aquella ciudad; allí ya no era bien visto, sus hijos, los hijos de ella le culpaban de su muerte, a través de los medios, porque ninguno de ellos había tenido el valor de hablar con él cara a cara; no les tenía miedo, por supuesto que no, pero eran personajes muy mediáticos con mucho poder y tradición en la sociedad de aquella ciudad, incluso del país, y harían todo lo posible por complicarle la existencia. No podía luchar contra eso y no lo iba a hacer.

Se iría, total, sus raíces no eran excesivamente profundas en aquel lugar y se había hecho casi millonario en los últimos días, aunque todo no había terminado como él hubiera deseado; el dinero le había llovido entre las fotos, alguna entrevista y lo que había cobrado por el contrato supermillonario que había firmado con una de las cadenas de televisión más importantes del país especializada en los temas del corazón; y si a ellos no les gustaba, pues que no mirasen, total, él no era más culpable de su muerte que ellos, mejor dicho, ellos eran más culpables porque prácticamente se habían olvidado de que tenían una madre inmersos en sus vidas de éxito y de fama. Él no había estado enamorado de ella, eso no lo podía negar, pero no había engañado a nadie y le había aportado un tiempo de felicidad a cambio del olvido al que sus propios hijos le habían sometido.

Y pensaba obtener su recompensa. Ya la tenía. En una cuenta bancaria. El miércoles haría el programa e inmediatamente después se iría de la ciudad.

Martes

Los dos hermanos se habían reunido en la casa de su madre, en el lugar donde había muerto, todo eran recuerdos, recuerdos muy dolorosos. Probablemente terminarían vendiendo aquella casa. Esta vez estaban solos, sin sus respectivas parejas; la reunión, como casi siempre, había sido por iniciativa de Eduardo, el mayor. Todos los asuntos importantes habían quedado aparcados momentáneamente durante aquellos penosos días, sus trabajos, sus compromisos, el tema de la herencia; la muerte de su madre les había afectado tremendamente, no se lo esperaban y en parte se sentían culpables, en especial él, se sentía abatido, dudaba si alguna vez se podría borrar aquel maldito sueño de su cabeza, había sido una premonición y él no había reaccionado, no había hecho nada por salvar a su madre.

Pero había otra cosa no menos importante que debían de solucionar.

−No paran de anunciarlo dijo el mayor en tono solemne.

Los dos hermanos estaban en el salón mirando la televisión, un canal de televisión especializado en el mundo rosa y de la farándula, “un canal basura” pero tremendamente importante en los rankings de audiencia, no dejaba de anunciar sin escatimar medios, la entrevista que se daría en directo la próxima noche del miércoles donde la ultima pareja de la Gran Musa, desvelaría con pelos y señales todos sus secretos, como había sido su vida con todo detalle en los últimos meses antes de su muerte.

El programa, sin duda, batiría records de audiencia ante un hecho que aún mantenía caliente a la opinión pública del país.

−No podemos consentir que siga manchando el honor de nuestra madre.

−Qué más da, ella ya está muerta −dijo con cierta resignación el menor de los hermanos−, tal vez deberíamos haber hecho más por ella cuando estaba viva.

−No digas eso replicó Eduardo levantándose con furia y dando un patada a un enemigo invisible.

−Vale y que es lo que quieres ¿darle dos puñetazos? La prensa nos está machacando y no nos dejan vivir en paz, ya lo sabes.

−Hablaremos con él, intentaremos que razone y si es necesario, le daremos dinero para que desaparezca.

−No sé, ese tipo no me gusta para nada y preferiría no encontrármelo nunca delante de mí.

−Debemos de hacerlo por mama el mayor de los hermanos guardó un solemne silencio−. Y por nosotros.

Miércoles

Eduardo tenía confidentes. Claro que los tenía, había montones de personas que debido a su posición de fama y poder, estaban deseando de ser, a él y a los suyos, de mucha utilidad, toda clases de personas, políticos, empresarios, pero los mas serviciales eran sin duda los mismos periodistas que en muchas ocasiones le hacían la vida imposible, aunque con éstos debía de andarse con cuidado por su doble filo, ya que si se descuidaba, al día siguiente podía ver su cara en algún maldito reportaje de prensa o televisión; pero él había terminado por aprender a dominar a esa clase de periodistas que podían servirle de utilidad teniendo claro que tarde o temprano debería devolver el favor.

Fue una de esas periodistas la que por la mañana, le informó del paradero del bailarín. Según la veterana periodista, el ex novio de su madre había abandonado su residencia habitual de los últimos años y se había trasladado a un pequeño apartamento de las afueras. Algo parecía tramar el tipejo.

La periodista le había facilitado el número del bailarín y Eduardo no había perdido el tiempo, hizo varios intentos desde un número oculto. El móvil del tipejo daba señal pero no lo cogía nadie. Dio varias vueltas por el piso, ahora solo, su hermano se había tenido que marchar, parecía que no estaba tan dolido por lo que el “mamarracho” estaba haciendo y podía seguir haciendo con la memoria de su madre.

Desde luego que no eran iguales. Su hermano había hecho una declaración en un importante medio tachando al tipejo de oportunista y aprovechado, y que estaba tratando de utilizar para su servicio la muerte de su madre, algo que era aborrecible por todo el mundo.

Con esa declaración pensaba que lo había solucionado todo.

Se sirvió un whisky y dio vueltas y más vueltas sintiendo como aumentaba el dolor (la ira) en su orgullo herido y en sus opciones, si no conseguía comunicarse con el tipejo, iría en persona a ver al mismísimo director del canal de televisión para exigirle que no retransmitiesen aquella “mierda”.

Dejó el vaso con fuerza sobre la encimera de la cocina derramando parte del líquido y volvió a marcar. Por un momento, mientras escuchaba el suave murmullo de la señal telefónica, pensó en la opción de su amigo empresario, allá, en la lejana América y se sintió mucho más relajado.

−¿Quién es? −la chillona y melódica voz del bailarín titubeó intencionadamente.

−¿Eres Estaban? Creo que ese es tu nombre.

−Sí, así es, ¿Quién eres? la voz pareció sacudirse de un solo manotazo el titubeo.

−Soy Eduardo el hijo de…

−Sí, ya sé quién eres el mequetrefe claramente se puso a la defensiva, la declaración de su hermano parecía haber hecho efecto en él, aunque tal vez no fuese el deseado−, no voy a permitir que tu poderosa familia me intimide, entiendes.

−Yo no quiero intimidarte Edu intentó tranquilizarse, pero su corazón latía con demasiada intensidad presa de la ira que le despertaba aquel personaje−, solo quiero que recapacites, si llegaste a sentir algo por mi madre, por ella, no por mí, te pido que la dejes descansar en paz y que no vuelvas a aparecer en ningún medio.

−No estoy haciendo nada malo, solo estoy contando verdades y si os duele por algo será.

Verdades. Eduardo sintió como su puño se cerraba en torno al aparato telefónico. Escuchó un crujido.

−Te daré dinero

−No quiero tu maldito dinero −(probablemente ya tenía suficiente)−y no quiero que me vuelvas a llamar o te denunciaré por coacción.

El bailarín cortó la comunicación. El hijo mayor de la musa dejó el teléfono (esta vez con suavidad), cogió el vaso de whisky casi vacío y lo estampó contra la pared.

Jueves

Tenía un sinfín de mensajes y llamadas perdidas, su novia, su hermano, su tía, familiares, amigos y de algún importante periodista, probablemente para ofrecerle la oportunidad de salir en televisión defendiendo su honor mancillado por un miserable al que los medios aplastarían contra el asfalto y le desprestigiarían para siempre hundiéndole en el fango.

Pero él no quería eso. Ya no. Aquel gusano se merecía más. Se merecía lo peor.

No había contestado a nadie. Había querido estar solo. Había contemplado impertérrito, trago tras trago de whisky, como comenzaba la entrevista “en directo” y como el bailarín comenzaba a narrar sin ningún tipo de pudor los meses vividos al lado de su madre (sus sesiones de sexo, las borracheras de su madre). Después había apagado la televisión.

Eduardo no solía hacer uso del alcohol, no era bebedor, pero en aquellos días y en especial en aquel momento, se encontraba borracho, aunque ni la borrachera era capaz de expulsar de su interior la agónica mezcla de sentimientos que se agolpaban como un puñado de metralla ardiente en el centro de su pecho.

No le perdonaría. Todo el país había escuchado como mancillaba el honor de su madre y el de su familia, como les culpaba a ellos de su muerte. Iría al apartamento donde se alojaba aquel maldito cerdo y le ahogaría con sus propias manos y luego… No, no tiraría su vida a la maldita basura por un bastardo como aquel, conocía a gente, gente al otro lado de charco que había conocido durante sus temporadas de trabajo por las Américas, gente peligrosa.

El hijo mayor de la musa buscó su portátil y encendió su correo electrónico, buscó una dirección escondida en un rincón virtual y escribió un mensaje: “Hola amigo, necesito el verdadero apoyo de alguien en estos difíciles momentos para mí. Y lo necesito ya”.

El mensaje recorrió la red a miles de kilómetros de distancia hasta llegar al otro lado del océano.

24 HORAS. EL DESENLACE.

“El Pato” se levantó. Aún era de noche y quedaban algunas horas para el alba, pero debía de salir pronto del apartamento si no quería encontrarse con una nube de fotógrafos y periodistas asediándole a la salida; recordó con un contenido regocijo la entrevista, el programa había sido todo un éxito de audiencia, el programa más visto en todo el país durante su franja horaria y él había estado genial, soberbio. Y solo había dicho la verdad.

En su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.

Saldría por una de las puertas laterales del edificio siguiendo las indicaciones del portero de la finca después de haberle dado una generosa propina; se puso un gorro de lana ajustándolo bien a su cabeza y se colocó las gafas de sol, cogió su maleta y abandonó el pequeño apartamento donde había pasado los últimos días.

El pasillo estaba en completo silencio, se detuvo junto al ascensor al tiempo que el luminoso indicador rojo en forma de flecha indicaba su ascensión. “El Pato” esperó, absorto en sus pensamientos de futuro; en la parte superior, el indicador rojo anunciaba que el ascensor iba por el primer piso, sin hacer parada. Segunda planta. Sin parada. Entonces, el bailarín percibió la alerta justo antes de que el ascensor se detuviese, alguien estaba subiendo al tercer piso, el último piso donde él se encontraba, su corazón se aceleró como dado cuerda por unas toscas manos invisibles. Venían a por él, los hijos de la musa no le iban a perdonar su desafío.

La puerta del ascensor comenzó a abrirse y el bailarín solo tuvo tiempo para dar unos pasos hacia atrás donde el pasillo giraba a la izquierda, se apoyó contra el muro enmoquetado y respiró hondo varias veces hasta que se relajó lo suficiente, asomó su cabeza con suma precaución y pudo ver al individuo delante de la puerta del que había sido su apartamento, manipulando la cerradura que atinó a abrir con facilidad, como si tuviese una tarjeta; era un varón de aspecto… normal, un joven de no más de 23 o 24 años de nacionalidad indefinida. El individuo entró en el apartamento.

Entonces, “El Pato” sintió temor, un temor que nunca antes había sentido, temor por su vida, pero tenía que hacer algo, si se movía en busca de la escalera al otro lado, el hombre percibiría su movimiento y estaría perdido. Miró detrás suyo, al final del pasillo podía distinguir un letrero “Salida de Emergencia” escrito en grandes letras rojas y colocado sobre una puerta metálica igualmente roja; intentó ni tan siquiera respirar y se dirigió a la puerta rezando para que se pudiese abrir, no tenía cerradura, tan solo una gran barra negra que la atravesaba horizontalmente, puso sus manos y empujó la barra, el chasquido le hizo pegar un salto y casi un grito que ahogó en el último segundo, la puerta se abrió, pero el ruido atravesó toda la planta rompiendo su silencio.

El bailarín no se quedó para comprobar si el hombre del ascensor lo había escuchado, salió a las estrechas escaleras y comenzó a bajar los peldaños a la carrera, ahora si podía escuchar el sonoro ruido que producía su agitada respiración, arriba una voz, un grito amenazador; los peldaños metálicos se cortaron de improvisto desembocando en una terraza exterior cubierta de gravilla, las pisadas metálicas descendían rápidamente; “El Pato” se asomó al borde de la terraza, se sintió paralizado por el terror y sus labios se arrugaron en un gesto de desesperación, al menos le separaba una altura de un primer piso hasta el suelo y no había ninguna escalera; la silueta de su perseguidor apareció por la puerta y a través de la opaca luminosidad que proporcionaba las cercanas farolas y que rompía con timidez la oscuridad de la noche, pudo apreciar como aquel joven le miraba fijamente y en sus ojos, el bailarín pudo distinguir algo que había observado muchas veces en las corridas de toros que frecuentaba, cuando el torero y el animal se miraban, una mirada de desafío a la muerte. Aquel chico venia a por él, a matarle. Se sintió aterrado, vencido, no tenía escapatoria.

El joven perseguidor llevó su mano al interior de su cazadora en un movimiento sutil y preciso; nunca antes en su vida, el bailarín había sentido el peligro de la muerte acechándole tan próximamente, pero aun así, reaccionó con decisión lanzando su pequeña maleta, que milagrosamente aún permanecía en su mano, con gran fuerza contra el desconocido, que sorprendido, dio unos pasos hacia atrás perdiendo el equilibrio momentáneamente.

“El Pato” aprovechó el momento para correr hacia el borde de la terraza, y sin pensárselo, saltó al vacío aterrizando sobre el techo de uno de los vehículos aparcados en la acera; sintió como sus pies se hundían en la chapa produciendo un ruido sordo, su cuerpo se flexionó hasta que sus rodillas casi tocaron su pecho y un calambre de dolor le recorrió desde los pies hasta el cuello, por un momento pensó que soportaría el dolor y mantendría el equilibrio, pero la fuerza de la gravedad siguió su curso haciéndole caer al asfalto aún húmedo por las últimas lluvias. Rodó por el suelo hasta que su mejilla derecha detuvo la frenética caída.

Se quedó tendido durante unos segundos en los que pensó que perdería el conocimiento, pero el ruido del motor de un coche le hizo reaccionar; se incorporó jadeante, el dolor en su tobillo hizo que volviese a caer de rodillas, se mordió el labio inferior y volvió a intentarlo, consiguió levantarse, el vehículo se acercaba por la calle vacía. Era un taxi. Sí, estaba seguro de que era un taxi, su salvación, pero el vehículo no aminoraba su velocidad.

El bailarín saltó prácticamente sobre el coche.

El taxi frenó en seco, el conductor bajó con decisión sujetando amenazadoramente una barra de hierro en su mano.

−¡Estás borracho o qué gilipollas!

“El Pato” miró al hombre suplicante, había perdido sus gafas y su gorro y notaba la sangre bañar su mejilla. Casi se arrodilló.

−Por favor sáqueme de aquí jadeó el bailarín−, tengo dinero, le daré dinero.

−No te acerques el taxista le miró y pareció remitir en su furia−. He terminado mi servicio, ¿te han dado una paliza?

El hombre era alto y ancho como un armario y la barra en su mano le daba un aspecto de guerrero de la noche, miró con precaución alrededor y se acercó con cautela al bailarín que suspiró para sus adentros con la certeza de que aquel hombre le ayudaría. Sonó una pequeña explosión, como si el gran neumático de un camión reventase en la lejanía. El rostro del taxista cambió en un extraño rictus, se encogió ligeramente y se llevó una mano al pecho.

“El Pato” observó aterrorizado como la sombra se movía con agilidad acercándose a él, sin perder tiempo, se tiró dentro del taxi que con sus faros y su motor encendidos ronroneaba atento a los acontecimientos que sucedían ante él; escuchó una nueva explosión, la ventanilla estalló a su lado y parte del salpicadero fue arrancado de cuajo, su mano temblaba violentamente cuando metió la primera marcha y aceleró a tope para salir de allí; “El Pato” botó en su asiento cuando el auto pasó por encima del cuerpo inerte del taxista y la luna trasera estallaba en otro agonizante zumbido.

El taxi se alejó por la avenida solitaria hasta desembocar en una calle por donde circulaban algunos vehículos, el bailarín condujo sin mirar a tras atravesando la ciudad hasta que se desvió por una bocacalle y se detuvo junto a la valla de un parking.

Su cuerpo temblaba de pies a cabeza y el sudor recorría su piel como si se acabase de duchar, sentía el cosquilleo de las múltiples heridas producidas en su huida, pero el dolor había desaparecido, incluso el del tobillo. Unas sirenas sonaron a lo lejos. La policía. Habían intentado matarle. Habían matado a un hombre inocente. ¿Habría sido todo una coincidencia fruto de un fortuito asalto solo para robarle su dinero? No. Estaba seguro que aquel asesino venía mandado por alguien. Por ellos, por los hijos de ella. ¡Asesinos! Pero no tenía ninguna prueba y seguro que se habrían cuidado muy bien las espaldas. Pero sabía cómo hacerles frente. Si querían guerra, tendrían guerra. No tenía otra opción. Sacó el móvil de su bolsillo y buscó un número en la agenda.

Eduardo despertó sobresaltado. Se había quedado dormido en el sillón y había vuelto a soñar con su madre, como otras muchas noches desde su muerte; no podía verla, pero la escuchaba, ella le llamaba. Así permanecía durante un tiempo indefinido hasta que dejaba de escucharla y era envuelto por el silencio y la tristeza más absoluta. Sintió como las lágrimas nacían en sus ojos. Dio un grito, no quería llorar pero sentía que su conciencia no estaba limpia, tenía que haber ayudado a su madre, y lo peor, era que no sabía cómo podía limpiarse.

Se levantó con un leve mareo y recorrió el pequeño apartamento al que había llegado aquella misma noche, aspirando y observando cada rincón; prácticamente no había cambiado nada desde hacía 30 años, todo eran recuerdos de una familia. Desde el ventanal se veía la piscina ahora vacía donde tantas y tantas veces se habían bañado los cuatro. Él era un hombre fuerte, con una enorme personalidad forjada a lo largo de los años dentro de una profesión peligrosa y que le había enseñado a estar siempre sereno en los momentos malos y de dolor. Fue al lavabo, se lavó la cara, no se ducharía, se iría enseguida de allí.

El ruido en el pasillo le sobresaltó. Él era una persona muy religiosa, por supuesto, pero no creía en espíritus ni nada semejante, creía que las almas irían al cielo o al infierno sin influir nunca más en el mundo de los vivos. Pero el ruido le sorprendió en el apartamento vacio, si su madre estuviese allí, si su espíritu hubiese decidido reprocharle su abandono…

No había fantasmas, ni espíritus. Cogió la escopeta de uno de los múltiples armarios empotrados de las casa, el arma era una reliquia como todo lo que se guardaba en la antigua casa, un recuerdo más de aquellos años, recordó con una apesadumbrada nostalgia como su padre les llevaba a él y a su hermano a cazar cuando ni entre los dos podían sostener la escopeta. Hacía muchos años de eso y la escopeta no se había vuelto a utilizar y no esperaba tener que utilizarla.

No había nadie en la casa, era normal que oyese ruidos, el lugar era tranquilo y apartado y ni siquiera el “boom” inmobiliario que llegó en los años siguientes a la compra de la casa por sus padres, había conseguido romper la tranquilidad del lugar.

Solo quedaba mirar en la parte de atrás, el pequeño jardín que daba a las laderas de las montañas que rodeaban prácticamente todo el edificio y cuya basta vegetación hacían de la casa un lugar casi inaccesible. Abrió la puerta y entonces creyó que en realidad sí que existían los fantasmas. Ante él, recortando el gracioso paisaje del jardín, estaba el mequetrefe y su aspecto era el de algún siniestro personaje salido de alguna barata película de serie B.

Pero el hijo mayor de la musa no sintió ningún temor a pesar de la dantesca imagen; todo lo contrario, sus dedos bailaron inquietos en la escopeta, no nerviosos ni temerosos. Ansiosos.

−¿Qué haces aquí? su voz sonó tajante, sin ningún lugar para la duda. La rabia y el resentimiento eran latentes.

−¿Te sorprende verme aún con vida? dijo el bailarín. Intentó ser sarcástico, aunque le dolía hasta el hablar, no sentía miedo y sabía que se la estaba jugando y ni por asomo había esperado encontrarse al hijo mayor con una escopeta entre las manos, pero era lo único que podía hacer, sacar a su enemigo de sus casillas y que confesase su crimen. Advirtió que sus palabras avivaban más la ira en él−. Seguro que sí, seguro que no esperabas verme más.

−¿De qué hablas? −Edu intentó administrar la sensatez que aún quedaba dentro de él y aflojó los dedos de la escopeta−. Solo me sorprende que hayas encontrado este lugar.

−Tu madre me trajo a esta casa “El Pato” soltó una especie de carcajada y en su cara se dibujó una mueca mezcla de dolor y de burla−, era vuestra casa de descanso cuando erais una familia feliz, sí, una familia, pero cuando el gran padre murió, esta casa se convirtió en vuestro refugio individual, eso es, en vuestro pañuelo de lagrimas.

−Eres un autentico mequetrefe dijo Eduardo controlándose por fin y dejando la escopeta apoyada en un rincón−, mi madre cometió un autentico error dejándose engatusar por un tipo como tú, pero ya no se puede hacer nada, me has hecho mucho daño, pero la gentuza como tú termina recibiendo sus castigos por parte de Dios.

−¿Ah sí? exclamó el ex bailarín entre otra risotada esta vez cargada de rabia a la vez que daba un paso hacia delante y con sus manos señalaba las heridas que marcaban su cuerpo−. ¿Estas heridas que ves me las ha hecho Dios entonces? Porque no se han hecho solas, alguien ha intentado matarme y ha muerto un hombre.

Por unos instantes, Edu pareció removerse intranquilo ante la nueva noticia.

El bailarín dio otro paso.

−No te acerques a mí amenazó el hijo mayor de la musa−, si me estás acusando de algo deberás ir a la policía, porque ahora mismo vas a salir de mi casa.

−Sí, llama a la policía.

Eduardo notó su sangre hervir. Intuía que el desgraciado tenía razón, le habían intentado matar y él había sido el artífice, pero no podían saberlo, nadie podía relacionarle. Pero habían fallado y el tipejo estaba allí, en su propia casa, vivo y acusándole, sin duda habría una investigación. Notó resbalar el sudor en su frente, sintió nauseas. El bailarín continuaba hablando y le miraba con una despreciable sonrisa en su ridículo rostro, “… tu querida madre disfrutaba enormemente cuando follábamos”. El tipejo soltó otra carcajada, le provocaba, “… ¿y te molesta que cuente eso a todo el mundo cuando vosotros, sus hijos, la teníais abandonada? Sí, abandonada como a un perro y como un perro murió, sola, por vuestra culpa…”

Edu no aguantó más, se sintió flotar cuando dio dos pasos y estrelló su puño sobre la cara del bailarín que cayó al suelo como fulminado por un rayo, después soltó una patada sobre el cuerpo del Pato, luego otra, y otra…

Se retiró chorreando saliva por su boca como un perro rabioso.

El tipejo no se movía. Edu se llevó las manos a la cara. “¡¡No!!” El grito traspasó la noche como un trueno en la inmensidad de la tormenta.

El hijo de la musa se arrodilló envuelto en un llanto incontrolable.

−Perdóname mama.

Esta vez no se sobresaltó porque su mente y su cerebro luchaban por capear el huracán de sus emociones, pero escuchó claramente como alguien manipulaba la puerta de la parte trasera de la casa por donde había entrado el mequetrefe.

Se levantó. Sin fuerza.

Una sombra se materializó delante de él. Eran una joven morena, menuda pero atractiva a la que no conocía de nada. La chica ahogó un grito tapándose la boca con su mano cuando vio el cuerpo inerte del bailarín en el suelo.

−Está muerto sollozó la joven.

Eduardo miró al cuerpo del Pato como si acabase de darse cuenta de su presencia.

−¿Quién eres? preguntó mientras se limpiaba los ojos con su antebrazo en un gesto de abdicación. Levantó su cabeza, aún podía solucionarlo todo, lo único de lo que le podían culpar en realidad era de dar una paliza a un tipejo que estaba allanando su casa. “Y que había mancillado su honor”. Conocía a muy buenos abogados.

La chica no contestaba y le miraba con cara de terror y de infinita desconfianza. Dio un paso atrás con el móvil en su mano como si fuese un arma de destrucción masiva.

−Soy periodista, él me llamó por teléfono y me dijo que le habías intentado matar anunció al fin la chica con desesperación−. Y me dijo que me lo demostraría si venía a esta dirección.

−¡Eso es mentira! bramó el hijo mayor de la musa al tiempo que daba un decidido paso hacia la joven.

−No te acerques a mí la chica retrocedió asustada buscando la salida de la casa−. Voy a llamar a la policía.

Las palabras de amenaza de la periodista parecieron alentar de alguna manera al mequetrefe que se removió en el suelo y gimió, parecía querer decir algo. No estaba muerto. Al mismo tiempo, una nueva sombra apareció en el fondo del pasillo, “ojala fuese mi madre, aunque viniese a reprocharme desde el otro lado el porqué no la ayude. La suplicaría perdón”.

La chica, en su huida, topó con la sombra y su grito de sorpresa fue ahogado por un sordo sonido. Eduardo conocía muy bien que sonido era, un disparo. Tampoco era el espíritu de su madre, pero la nueva sombra radiaba un peligro más latente que el que pudiesen ofrecer todos los difuntos venidos del más allá.

El hijo de la musa se volvió sobre sí mismo buscando la escopeta. “¡Pof!” Otro ruido y de inmediato un doloroso mordisco en su hombro. Edu se tiró por la puerta más cercana buscando escapatoria, dentro de la cocina. La escopeta quedaba a unos metros, fuera, en el pasillo. Desde el suelo, vio como la sombra avanzaba dejando atrás el bulto inerte de la chica, su mano se alargaba de manera siniestra dando forma al arma que sujetaba.

En el pasillo, el mequetrefe se arrastraba, gritaba suplicas, parecía haber reconocido a la sombra y la suplicaba. Pero en vano, aunque pareció sacar un último esfuerzo para la lucha porque soltó un alarido de rabia y un objeto pareció volar por el pasillo en dirección a la sombra. El objeto alcanzó su objetivo sorprendentemente.

Eduardo aprovechó el momento para reaccionar. La herida de su hombro parecía ser de consideración porque empezaba a sentir paralizado todo su brazo izquierdo, pero estaba acostumbrado a las heridas, a las graves y dolorosas heridas. Se arrastró hasta uno de los muebles, se mordió el labio inferior y aguantando un intensísimo ramalazo de dolor en su hombro, se puso de pie, en silencio.

De uno de los cajones cogió un cuchillo pequeño, manejable y que si se usaba con destreza podía ser mortal, y lo escondió.

¡Pof! ¡Pof! Volvieron a sonar dos nuevos disparos, parecían proceder de un arma con silenciador, como si el que los efectuase hubiese tomado precauciones para hacer el menor ruido posible. Un profesional

El mequetrefe dejó de lamentarse. Se hizo un silencio casi sepulcral en la estancia, cuya atmosfera por momentos se vició del acido olor a pólvora.

La sombra cubrió la puerta de la cocina. Unos ojos brillantes, inexpresivos miraban a Edu en la penumbra. No era muy grande, se distinguía un varón de metro setenta. “si me le encontrase por ahí, en otras condiciones, no tendría problemas en partirle la cara a puñetazos”.

El hijo mayor de la musa sonrió.

La sombra levantó su brazo alargado.

−Escucha ordenó Edu con su voz suave, pero penetrante y dominadora−, yo soy quien ordenó que matases a ese tipo.

El brazo no se detuvo continuando con su siniestro movimiento.

−¡Soy amigo del Viejo Hilario! Edu agotaba sus últimos cartuchos.

−No conozco a ningún viejo Hilario la voz de la sombra era mucho más expresiva que su mirada.

−Vas a cometer un error, el Viejo Hilario no te perdonará si me matas la sombra pareció vacilar. Eduardo no tenía miedo a la muerte, por supuesto que no, se enfrentaba a ella cada vez que salía a trabajar. Pero no quería morir. Se sentía cada vez más débil y ya sentía su brazo totalmente inmovilizado−. Vete sin más, nadie sabrá jamás de ti, tengo amigos abogados que llevarán este asunto sin que nadie te mencione jamás. Te lo prometo.

Una nueva sombra cruzó tras la figura del pistolero en ese mismo instante. Silenciosa. Quizá esta vez si fuese su madre que venía para ayudarle.

O a castigarle por haberla dejado morir sola.

Como si percibiese también la presencia de la nueva sombra, el pistolero pareció bajar su mano, tan solo un centímetro; el hijo de la musa se consideraba hábil y rápido con cualquier arma aunque no las utilizase para matar personas, pero su estado estaba muy deteriorado. No sabía si lo conseguiría.

Movió su mano buena con toda la rapidez posible. La diestra. Cogió el cuchillo y lo lanzó. Solo pudo escuchar, antes de tirarse al suelo, un sonido gutural y dos disparos más que atravesaron el aire.

Pasaron uno segundos y se hizo el silencio. Solo el forzado y agitado ruido de su respiración.

La sombra del pistolero estaba tendida en el suelo, inerte en un charco de sangre. Edu necesitaba llegar a su móvil. ¿Dónde estaba? Se arrastró. Primero pasó por encima del cuerpo del pistolero que entorpecía la salida al pasillo. El mequetrefe estaba a tan solo un par de metros y la chica periodista en la otra dirección. Tres muertes en apenas unos minutos. Y el bailarín le había hablado de otro muerto más.

Cuatro. Cuatro personas muertas era un precio muy alto a pagar por… ¿Por qué? La pregunta estalló en su cabeza como una bomba llena de metralla.

Nuevamente la sombra silenciosa. La parálisis recorría todo su brazo hasta su hombro, después a su garganta. Pronto no podría respirar. ¿Dónde diablos estaba su móvil?

La sombra se detuvo en el centro del pasillo. No podía distinguir la imagen de su cara. No sabía si realmente tendría imagen.

El hijo mayor de la musa se dejó caer al suelo. ¿Y su móvil? Sin fuerzas. Sin conciencia.

La sombra volvió a moverse y se dirigió hacia él. Sí, ahora estaba seguro, era su madre que le quería junto a ella en aquel rincón familiar para toda la eternidad.

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