I
El Hispano-Suiza K6 abandonó Guadalajara siguiendo el trazado de la Nacional II, pero pronto se desvió hacia la izquierda en dirección noroeste rodando por una carretera en mucho peor estado y a la que las últimas lluvias y nevadas del crudo invierno castellano habían convertido prácticamente en un camino de cabras.
En pocos minutos, las trincheras republicanas quedaron atrás y el vasto territorio nacional comenzó a tragarse literalmente al vehículo.
El auto se había convertido en un sencillo tiznao forrado con simples laminas de chapa al principio de la guerra, y meses más tarde, ya bajo la supervisión de los rusos, o de los soviéticos, había pasado a ser un auténtico vehículo blindado; ninguno de los tres ocupantes del coche encontraba diferencias sustanciales entre lo ruso y lo soviético, aunque los tres sabían que la URSS era un joven país de tan solo 17 años surgido de una revolución que no paraba de crecer y de engullir territorios cercanos, una revolución comunista que les había ayudado en buena parte de la contienda y que aún mantenía un buen número de militares entre ellos, y sobre todo, muchos simpatizantes por parte del partido comunista, que había pasado de ser una organización minoritaria durante toda la década, a convertirse en los últimos meses de guerra en uno de los elementos con más importancia y con más poder de todos los que formaban el bando republicano.
El tiznao en el que viajaban los tres hombres había tenido un continuo servicio durante todos los años que llevaban de guerra, sobre todo como transporte entre las distintas comandancias del Ejército Popular bajo las bombas de los aviones nacionales, pero en los últimos meses se había intentado recuperar para momentos más solemnes recobrando su primitivo aspecto, aunque se seguía notando en su chapa los agujeros y ranuras utilizados para cubrir la carrocería.
Hacia donde se dirigían aquel día, era uno de aquellos momentos solemnes, tal vez uno de los más solemnes en toda la campaña.
La bandera blanca con un círculo verde en su centro colgaba de una de las ventanillas traseras. Pronto fueron interceptados por la patrulla del ejército nacional, las ostentosas águilas negras eran bien visibles en los laterales del jeep.
Los tres ocupantes del Hispano-Suiza se encontraron al instante apuntados por media docena de fusiles. Jimeno Aparicio fue el último en bajar, echó una inquieta mirada a sus dos compañeros que ya estaban brazos en alto en señal de paz, el capitán Ulloa era el que parecía estar más sereno, aunque ninguno tenía por qué temer nada.
Les esperaban.
—Nos espera el coronel Garrido —dijo Ulloa. El capitán era un militar de carrera que había permanecido fiel a la República durante toda la contienda y que en las últimas semanas se le había relacionado de manera acusatoria por ciertos sectores de la defensa de Madrid con el coronel Segismundo Casado.
Uno de los militares sublevados les miró con desprecio, “putos rojos” creyó entender Jimeno.
—Seguidme —ordenó el militar nacional.
Todos caminaron durante tres kilómetros hasta que llegaron al campamento de campaña. A Jimeno le corroían los nervios, sentía cientos de arañas en su estómago, ni tan siquiera sabía exactamente qué hacía allí, en pleno territorio de los fascistas que en cualquier falso movimiento les acribillarían sin piedad. El secretario Jacinto Pereda le había pedido expresamente que llevase a los dos militares republicanos a través de las líneas enemigas; más que una orden, había sido un favor, además de que trabajaba bajo su ordenanza en una pequeña oficina del ayuntamiento de Madrid, le unía a Jacinto una amistad que venía de antes de la guerra y que se había afianzado como hierro forjado durante los años de conflicto, y que a pesar de la diferencia de edad entre ambos, Jimeno tenía 25 y el secretario Pereda ya pasaba de los cincuenta, no les había impedido compartir más de una noche de parranda por las cercanías de Bravo Murillo y otras zonas ociosas del Madrid republicano.
Y él había cumplido el deseo de su jefe y amigo, había llevado a los dos militares hasta unos pocos kilómetros al sur de Burgos.
Desde Madrid. Hasta las puertas de la capital rebelde.
Y lo tenía que hacer sin que pudiesen ser descubiertos por las patrullas del Ejército Popular que vigilaban el tránsito a la capital, alguien le había proporcionado una ruta de ida y vuelta por la que no debía de haber ninguna vigilancia. Y así había sido, al menos en la ida.
Unas enormes tiendas de campaña se alzaron junto a una arboleda, el camino que llevaba hasta el campamento estaba bordeado de una considerable capa de nieve.
Jimeno se quedó absorto según se acercaban y el enorme estandarte con el escudo del Águila de San Juan se iba haciendo más visible, como si quisiese proteger con sus alas extendidas el interminable número de carros de combate y tanquetas que descansaban en la explanada.
La visión aumentó el desconcierto y el desasosiego de Jimeno que sintió como si ese malestar se convirtiese de repente en toneladas de hierro colocadas sobre su cabeza, la amarga y cruel sensación de la derrota. El impresionante ejército del general Franco reposaba ante él preparado para aplastar Madrid. El fin de la guerra estaba cercano y dicho fin significaba la derrota de la República, el fin del fallido intento de instaurar la libertad y la democracia en el pueblo español.
La República había fracasado y un futuro incierto y tenebroso se precipitaba sobre el país. La derrota por parte del bando republicano era incuestionable, como lo declaraban abiertamente muchos políticos y militares; ahora solo quedaba esperar como llegaría esa derrota, si resistiendo hasta el final como deseaban los comunistas y los socialistas de Negrín, o negociando y pactando una rendición que permitiese terminar con el hambre y las penurias que sufría la población de la capital y de otras zonas de la República, como deseaban buena parte de los militares, apoyados por un buen número de políticos socialistas y republicanos, como se decía por ahí.
Jimeno suspiró. Estaba hastiado de bombas, disparos y muertes.
A pocos metros, el regimiento de moros descansaba junto a sus caballos, sus coloridos uniformes y capas relucían resaltando en el oscuro gris del día, sin saber por qué, otro grupo de soldados africanos parecía estar mucho más alerta cerca de una de las tiendas donde varios militares vigilaban terriblemente armados.
El soldado nacional les condujo entre la tropa hasta una de las tiendas. Se podía oler la tensión, incluso el respeto rozando el temor que reinaba entre muchos de aquellos militares. Les indicó que pasasen al interior donde les recibió un militar cuya guerrera se mostraba ostentosamente cubierta de condecoraciones, un hombre canoso que seguramente sobrepasaba los sesenta años pero con un rostro que, aunque presentaba arrugas y parecía cansado, revelaba una indestructible decisión hacia su cometido.
—¿El coronel Garrido? —Preguntó el capitán Ulloa sin que el viejo militar que tenía delante soltase una sola palabra—. Le traigo este mensaje.
El capitán republicano estiró su brazo y entregó un sobre al coronel Garrido.
—¿Quién lo firma?
—El coronel Segismundo Casado.
Los labios se retorcieron y las cejas se enarcaron en el rostro de Jimeno que no pudo reprimir su sorpresa, no conocía personalmente al coronel Casado, pero muchas cosas se decían de él en las últimas semanas, muchos rumores sobre su posible traición a la República que sobre todo provenían de la izquierda más radical de la milicia y de la trinchera, incluso había asistido a una tremenda bronca con violencia física incluida en el café “Del Son” donde se juntaban muchas noches un sinfín de variedad de combatientes, políticos e intelectuales a tomar algún chupito de whisky cuando había suerte de que alguien apareciese con alguna botella del preciado licor; la bronca en sí había surgido cuando uno de los comunistas increpó a un capitán cercano al coronel Casado llamándole traidor.
El personaje entró de improvisto por una lateral de la enorme tienda de campaña y borró de un plumazo todos los recuerdos y pensamientos de Jimeno; la figura hizo su entrada como si hubiese estado esperando, incluso escuchando, era un militar de alto rango, por su aspecto, uno de los más altos; su uniforme resaltaba impecable y sus botas de campaña relucían con un brillo intimidante; el individuo, de físico no muy grande y de aspecto enfermizo, irradiaba un aurea de poder y de fuerza que transmitía al grupo de militares que le rodeaban como si fuesen perros sabuesos en derredor del cazador con escopeta y que parecían bailar como auténticas marionetas al son de aquel menudo hombre.
El viejo militar que les había recibido se cuadró como el hierro ante el recién llegado que le dijo algo al oído y echó una furtiva mirada a los militares de la República.
Jimeno miró a los dos soldados republicanos por si ellos también se cuadraban ante aquel hombre, pero ninguno lo hizo. Enseguida, el coronel Garrido se relajó y entregó el sobre al recién llegado en un sublime gesto, este escudriñó a los republicanos con unos ojos vivos y pequeños que parecían irradiar una fuerza descomunal, después, con una solemnidad teatral, abrió el sobre con una navaja que uno de sus subordinados le entregó, leyó el escueto papel y volvió a fijar su mirada en los militares de la Republica.
—Díganle al coronel Segismundo Casado que tendré muy en cuenta su propuesta.
Después de pronunciar las palabras, el general Francisco Franco dio media vuelta y abandonó la tienda acompañado de su séquito.