El ejemplo más recurrente es el de la fiesta. Vemos como todas las personas de nuestro entorno empiezan a recibir su invitación. Incluso estando nosotros cerca vemos como son invitados por el anfitrión. A nosotros no nos suelen gustar mucho estas fiestas. No somos de los que nos morimos de ganas por ser populares y no perdernos ni una juerga. Nuestra manera de divertirnos es muy diferente a la de las personas extrovertidas. En estas fiestas nos sentimos fuera de lugar con bastante frecuencia. Hay mucha gente y mucho ruido lo cual suele ser muy molesto para nosotros, además nos cuesta relacionarnos con gente que no conocemos y el ambiente nos parece un poco hostil. Pero eso no impide que en el fondo queramos ser invitados.
El problema radica en la mala interpretación que las personas extrovertidas hacen de nuestra negativa casi continua a ir a sus fiestas. Si nos ponemos desde la perspectiva de una persona extrovertida podemos ver que su manera de actuar es lógica. Piensa para qué voy a invitar a esta persona si sé que no va a venir. No es que tenga algo personal contra nosotros. Puede que incluso nos llevemos bien con él o ella, pero simplemente cree que nos hace una especie de favor no invitándonos.
Seguramente no sé le pase por la cabeza que aunque no tengamos ninguna intención de acudir a su fiesta, tampoco queremos ser apartados hasta el punto de no ser invitados. Nos gusta como a todo el mundo ser parte de un grupo, aunque tengamos necesidades distintas. Evitar esta situación depende en parte también de nosotros. Siempre podemos hacer el esfuerzo de acudir a alguna fiesta aunque sea sólo un rato. No hace falta quedarnos cinco horas hasta que cierren la discoteca. Podemos divertirnos y relacionarnos un par de horas, antes que empecemos a notar que nuestra energía se está agotando. De esta forma no nos sentiremos excluidos continuamente de todos los eventos que sucedan a nuestro alrededor.
Descubriendo la introversión, en Amazon por sólo 2,99 euros.