¿No os ha pasado alguna vez que de repente algo sucede en nuestra vida provocándonos un cambio radical y teniendo la total certeza que jamás volveremos a ser los mismos? Pues eso fue lo que le ocurrió a Simón… A Simón de Cirene.
El bibliotecario.
Los miedos de Simón
Cuando le llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús
Lucas 23, 26 – 27
Ahora, en Cirene, ya es de noche. Mis hijos, Alejandro y Rufo, me acompañan a la cena. Mi esposa se encuentra ya durmiendo. Sin llegar a sentirme tranquilo como la mañana que llegué a Jerusalén, soy capaz de pensar en lo que me ha ocurrido.
Hace dos días reinaba la tranquilidad en el pueblo, el sol del mediodía brillaba como la primavera agradable que está siendo, algunas mujeres regresaban a sus hogares con las ropas lavadas, otras servían a sus maridos e hijos el pan horneado sólo unas horas antes, los animales seguían llevando sus monótonas vidas y yo era el mismo de siempre, el de siempre. Pensé que era un buen momento para realizar el esperado viaje a Jerusalén y cerrar el negocio de vasijas. Y eso es lo que hice por la noche, viajar a la ciudad para llegar temprano.
Jerusalén sí que no era la de siempre, algo había cambiado, eso es lo que me habían contado los demás en Cirene. Que ahora era una ciudad la cual olía más a incienso, que los hombres trabajan con más ánimo y las mujeres sonreían como nunca antes lo habían hecho, que las ventanas y puertas de todas las casas se encontraban siempre abiertas y que los niños corrían hacia una voz que no se sabía de dónde procedía pero que, parece ser, nunca desaparecía de la ciudad. Aunque durante ese día no conseguí escuchar aquella voz. Realmente era un día triste desde el primer momento que llegué a Jerusalén, o eso me pareció a mí.
Me dirigí hacia la plaza que se encontraba dentro del palacio de Poncio Pilatos, el lugar preferido de los fariseos para hacerse ricos con sus negocios. Debía de encontrarme con un hombre que tenía su puesto fijo en el lado este de la explanada. Un individuo alto, con barba larga, calvo, con un cuello bastante grueso, que se ganaba la vida comerciando con vasijas de vino. Un hombre claramente reconocible, según me dijeron sus familiares. No he tenido la oportunidad de conocerle.
Cerca de la plaza, a mitad del camino que llevaba al monte Calvario, un gran gentío se agolpaba a ambos lados de la vía. No conseguí liberarme de aquellas gentes para proseguir mi trayecto: cientos de brazos y piernas provocaron que me uniera a la multitud que se agolpaba en aquel lugar. Gritaban, empujaban, escupían, injuriaban e insultaban, pero yo no sabía a quién. La muchedumbre se encontraba frente a frente, pero no se enfrentaban entre ellos. El camino se hallaba bien delimitado, era como si estuviera reservado para alguien, para una única persona que sólo pudiera ir por aquel camino.
Más empujones y patadas inconscientes me hicieron llegar hasta los primeros lugares de la manifestación. Me encontré al borde del recorrido, mi estómago abultado se encontraba algo más descansado y mis pronunciados mofletes dejaron de estar rojos al no sufrir las estrecheces de la muchedumbre; nadie se fijó en mí, en aquel momento pensé que se debía a que no soy muy alto. Allí me quedé. No podía ir a ningún otro lado, ni hacia delante ni hacia atrás. El sol se levantaba en todo lo alto del cielo y me pregunté qué estaría pensando de mí el comerciante de vasijas.
La gente que se encontraba al otro lado dirigió sus miradas hacia la bajada del camino. Sus gritos se hacían más fuertes y se movían con torpeza, pero incansables, sus brazos y manos hacia el aire; muchos, más de cincuenta o sesenta, sujetaban lechugas y coliflores preparadas y alzadas como nunca llegarían a encontrarse tan cerca del cielo. Detrás de mí los empujones volvieron a surgir y todos aquellos brazos y manos superaban mi cabeza. No llegué a entender lo que la gente vociferaba; puede que me volviera sordo. A mi izquierda, alguien me empujó como si quisiera llegar deprisa a algún lugar, mi mirada se volvió hacia el fondo del camino, como la de todos los demás. A lo lejos pude vislumbrar una figura alta, con una túnica de color pardo; imaginé que su andar sería torpe por lo que tardaba en acercarse. Lo que parecía un hombre se dirigía hacia donde yo y los demás nos encontrábamos, su andar era lento pero sin retorno, poco a poco se iba a acercando, torpe, pesado, a pequeños pasos, pero sin marcha atrás. La figura parda por momentos se hacía más grande, más grande. La gente que se hallaba a su altura abandonaba los bordes del camino hacia el Calvario para cerrarlo ante él, como una cerradura densa, casi sólida. Y aquella persona seguía acercándose, pude observar como en uno de sus hombros soportaba una gran cruz de madera, iba acompañado por un grupo de legionarios romanos; el de rango mayor sujetaba con su mano derecha un látigo. Supe entonces por qué le llevaban al monte Calvario. Pude apreciar como la persona que portaba la cruz sufría una corona de espinas en su cabeza que le hacía sangrar. Su cuerpo pardo se había convertido durante el largo recorrido en una mancha roja.
Cuando llegó a donde me encontraba, aquel gran hombre se convirtió en una sombra pequeña. No aguantó más el peso tremendo que soportaba y cayó de rodillas. La gente aprovechó para lanzarle las coliflores y lechugas, los insultos se hacían ensordecedores y comenzaron los salivazos. Todo a la vez, continuamente, aprovechando ese momento de flaqueza que se hizo demasiado largo.
Ahora, de noche, observando los guiños que me conceden las estrellas, creo que el hombre provocó que ese momento fuera más largo de lo normal.
Su sangre golpeaba el suelo, la corona de espinas le provocó grandes llagas en su cabeza, que agachó hacia el suelo como invitando al gentío a que siguiera con sus humillaciones. Nunca antes había visto a aquella persona, pero por lo poco que me contaron de él, seguro que jamás se había sentido tan pequeño, o tan grande, ahora es una de las cosas que intento averiguar, puede que en lo que me quede de vida llegue a saberlo. Aunque ahora envidio no poseer su fuerza.
El romano del látigo azotó su espalda hasta cinco veces para que aquella figura se levantara y siguiera su eterno camino, pero no se levantó, el romano volvió a azotarle, pero él seguía de rodillas, su cabeza seguía mirando hacia el suelo y la gente no dejaba de lanzarle sus verduras. El romano dejó de azotarle. Volvió su mirada hacia los que nos encontrábamos a ambos lados del camino. Movió su cabeza a un lado y a otro, la meneó de nuevo, otra vez. Y se fijó en mí. Yo no llevaba coliflores, ni lechugas, tampoco gritaba, ni escupía a la persona que se encontraba de rodillas, solamente me encontraba allí. Me acordé del comerciante de vasijas. Seguro que ha cerrado su puesto en la plaza y mi esposa no se creerá que he venido a Jerusalén a negociar, pensé.
-Tú –me dijo el romano-. ¡Ven aquí y coge esta cruz!
Hasta aquel día no había tenido que llevar ninguna cruz, o eso es lo que creía yo.
Salí de la multitud y entré en aquel camino. Los demás, no todos, callaron quedando a la expectativa de lo que pudiera ocurrir. Me obligaron a sujetar la cruz por donde me indicó el romano con su látigo y la cargué sobre mi hombro derecho. Era pesada, no puede ser posible que todas las cruces que existen en el mundo sean tan pesadas como ésta, me dije. Mis rodillas temblaban por el peso soportado desde arriba, también por el miedo al látigo, o por el miedo a todo, seguro que se trataba de esto último.
-Espera que se levante el Nazareno –me ordenó el mismo romano.
Mi compañero no hizo de rogar mi carga, se levantó y se quedó erguido, fue entonces cuando llegué a darme cuenta de lo grande que podía llegar a ser. Su ropaje, en un principio pardo, seguía sin ser pardo; demasiada sangre había recorrido aquel humilde atuendo. Tenía una melena negra que superaba unos hombres anchos que fueron incapaces de soportar aquella cruz, su cintura era pequeña y rodeada por un cordón de cáñamo y unos pies grandes y curiosamente limpios.
-Comenzar a andar –gritó el romano de siempre.
Pero él pareció no oír la orden y se volvió hacia mí, su melena ensangrentada le tapaba casi todo el rostro, pero pude entrever, o adivinar, quién sabe, una frente ancha, calculada por la altura de sus ojos que parecían negros y una gruesa y aguileña nariz y una sonrisa de cariño en sus labios. No le devolví la sonrisa. Agaché la cabeza por temor a que descubrieran que le estaba mirando. Deseaba olvidarme de aquel miedo de igual manera que siempre he hecho con mis otros miedos.
-No me habéis oído. ¡Comenzar a andar ahora mismo!
Empecé a tirar de la que se había convertido en mi cruz. La movía continuamente sobre mi hombro para poder colocármela bien. Llevaba unos pocos segundos tirando de ella y ya tenía el hombro dolorido. Seguro que era debido a la falta de costumbre.
La gran figura me abría el camino con pasos cortos. Puede que estuviera pensando en mí o puede que pensara que no habría prisa en llegar, nada cambiaría si llegábamos antes.
Al proseguir el camino, el gentío volvió a reanudar su insistencia sobre mi acompañante. Farsante, hijo de nadie, por nosotros te puedes pudrir en la eternidad, matarlo, matarlo, dejar que nosotros lo matemos, y más insultos era lo que le regalaban a ese hombre que seguía paso a paso.
No conseguía aguantar el peso de la cruz y me obligué a cambiarla de hombro, algo más descansado, pude seguirle. Su cabeza acompañaba al camino; se podía escuchar un suave susurro: parecía que estuviera hablando con alguien, pero en el camino no se hallaba nadie que no fuera él y yo. Nunca antes había conocido a un hombre que se encontrara tan sólo, y sin embargo, él tenía un amigo: me pareció que hablaba en susurros con alguien. No apartes la cabeza del suelo, desgraciado, no mereces ni mirarnos a la cara, le dijo alguno de esos mientras en su melena chocaron dos salivazos que se quedaron colgando del pelo. Seguro que yo no hubiera aguantado tanto tiempo. Seguro que me hubiera quedado de rodillas, como siempre he hecho, a la espera de que me mataran con sus coliflores y lechugas. Seguro que mucho antes ya habría caído fulminado por sus insultos.
Pero lo único seguro era la fortaleza de aquel hombre. Le seguía observando desde mi pequeña distancia. Todo su cuerpo se movía lentamente excepto su cabeza, ésa no se movía, era inmutable. Volví a escuchar el susurro suave; seguro que hablaba con alguien, estaba convencido de ello. Por primera vez me fijé en su hombro derecho, aquella parte del ropaje estaba más ensangrentada que el resto, seguía sangrando y parecía que aquello no fuera a parar. Pensé qué distancia habría desde el palacio de Poncio Pilatos hasta donde nos encontrábamos, la distancia debía de ser larga, demasiado larga.
-Muérete de una vez, desgraciado –gritó uno de los otros mientras llegaba hasta la gran figura y le daba un puñetazo en pleno rostro. Mi compañero de camino cayó de rodillas al suelo. El otro aprovechó para darle una patada en los riñones. El hombre se acurrucó intentando dominar el dolor; su cabeza seguía mirando al suelo; él seguía hablando con el que puede que fuera su único amigo.
Los romanos agarraron al otro y le llevaron a donde se encontraban sus compañeros de andanzas. Muérete. Date cuenta que ya no te queremos entre nosotros. ¡Tiradle más coliflores! ¡Continuad escupiéndole!, gritaban mientras los romanos se esforzaban para devolverle a su sitio. La gran figura consiguió levantarse torpemente, tenía los brazos cruzados sobre su estómago. Tras una breve pausa proseguimos el camino.
También nos siguieron los romanos, el del látigo iba detrás nuestra golpeando el suelo con las tiras de cuero, pude escuchar el ruido de las mismas cortando el aire. Con demasiado esfuerzo, conseguí alzar la cabeza. Lo primero que pude observar fueron los tobillos ensangrentados de mi acompañante, mi vista siguió hacia arriba y su espalda la recorrían varios riachuelos finos de sangre. Eran imparables, como la persona que me abría el camino: no cesaba su andar, él seguía hacia delante.
De pequeño, acompañé a mi padre a un viaje a Belén, un negocio de vasijas con un tabernero de allí fue lo que nos llevó hasta aquella ciudad. Antes de llegar a nuestro destino nos asaltaron dos hombres. Mi padre quiso defender su mercancía, pero entre los dos ladrones le golpearon hasta dejarle de rodillas en el suelo. No. Más no, por favor, tardó poco mi padre en suplicar. Los hombres se llevaron todo lo que poseíamos, mientras, mi padre seguía de rodillas con la barbilla apoyada en su pecho y yo me refugiaba en la primera roca que pude encontrar. Hoy es cuando me he dado de verdad cuenta que dos cosas fueron las que heredé de mi padre: el desvalijado negocio de vasijas y la misma barbilla siempre apoyada en mi pecho.
Mi compañero seguía el camino al Calvario, no muy lejos se podía divisar lo alto del monte. El romano del látigo se le acercó, los otros mientras se colocaron delante de mí, tuve que parar de nuevo. Volví a cambiar aquella cruz al hombro derecho; la madera se escurría de él. Miré mi pecho y pude observar como se había creado un riachuelo de sangre igual que los que tenía la gran figura. El romano del látigo azotó cuatro, cinco y seis veces en la espalda de aquel hombre, pero éste no cayó. El romano lo intentó de nuevo y de nuevo aguantó: todo su cuerpo temblaba, pero no cayó, ni siquiera consiguieron que se volviera a arrodillar. Seguía con la cabeza gacha, seguía hablando con su amigo.
-¡Sigue andando! –le gritó el romano balanceando el látigo con su mano-. No volverás a parar hasta que llegues al Calvario.
De repente, la gran figura irguió su cabeza.
-No tienes de qué preocuparte. A esto he venido desde un principio –le contestó al romano sin volverse hacia él.
Y comenzó a andar y yo lo hice tras él y los insultos hacia su persona proseguían y las verduras golpeaban todo su cuerpo y el romano seguía gritándole y los romanos me empujaban y a mí aquella cruz me pareció más pesada que nunca.
El monte Calvario llegó hasta nosotros. Nunca antes me había encontrado allí, pero di gracias por hacerlo en esos momentos.
Todos nos paramos, el hombre se encontraba delante de mí. El sol se hallaba en todo lo alto y golpeaba de pleno en él, la sombra que se produjo hacía que pareciera más grande aún si cabe. A lo lejos se escuchaban las lamentaciones de un grupo de mujeres.
-Llevároslo y colocarlo entre las dos cruces –ordenó el romano del látigo.
Recuerdo que me oriné en la túnica.
El resto de los romanos se acercaron a mí y me liberaron de aquella cruz. Con un esfuerzo que me produjo un dolor tremendo, conseguí alzar mi cabeza. Colocaron la cruz a su dueño y el del látigo le empujó para que se dirigiera hacia el monte. Las mujeres y sus lamentaciones corrieron hasta llegar a él. Los romanos que quedaron junto a mí me sujetaron por los hombros y me llevaron de nuevo a donde se encontraba la multitud, y allí me abandonaron. Intenté abrirme paso entre el gentío, seguía sin poder levantar la cabeza.
Conseguí volver a Cirene. Cuando mi mujer me vio llegar con la cabeza gacha me preguntó si había ido mal el negocio. No había vuelto a acordarme del comerciante de vasijas.
De vuelta en Cirene, llegada la noche y sentado en el porche escuchando el ruido del viento que va y viene, me doy cuenta que me será difícil levantar de nuevo la cabeza.
Ahora ya lo sé.
la historia
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