El día que decidí quedare calvo

Hace unos días me rapé de nuevo al 0, y cuando mi tía Cheli me vio me dijo que ahora sí parecía un maestro. Esto va por buen camino, un par de visitas más a Paramita y cien o doscientos retiros de vipassana más, y casi lo tengo.

Mientras tanto… me corformo con esto.

Es broma.

Como digo de vez en cuando, lo que voy a contar hoy no es que sea importante, es que está apuntando a uno de los miedos más profundos del ser humano y, puesto que las raíces de ese miedo llegan hasta nuestros confines, al ponerle un poco de luz al asunto, al mirarlo de frente, como consecuencia se producirán grandes cambios en nosotros que afectarán hasta las ramas más altas de nuestro árbol.

Te pongo en situación. La historia es un poco larga, pero en mi siempre sesgada opinión, la resolución de todo esto, la gota de conocimiento que intento transmitir aquí, es muy poderosa.

A los 15 años empecé a dejarme el pelo largo sin saber muy bien por qué. Creo que se debió a que escuché a una chica de clase decir que le gustaban los chicos con pelo largo. Y puesto que yo no tenía personalidad (ni la empecé a crear hasta pasados 12 años más o menos), lo dejé crecer.

Siempre es algo que me ha fascinado de mi adolescencia y primera juventud.

Recuerdo que tenía constantes ticks tocándome la melena. Si pasaba un día sin ducharme aquello estaba incontrolable. Buscaba productos para quitar la caspa que eran los que me producían caspa y picor. Cuando iba a los bares de rock, pues pelo largo y rock y juventud iban bastante de la mano, me comparaba con todos los demás saliendo siempre mal parado.

Todas las inseguridades que tenía de pequeño, que eran muchas, trataba de ocultaras bajo una capa de pelo largo.

Un día mi hermano mayor me ofreció 200 € por cortármelo, y yo no es que le respondiera que no a su oferta, sino que más bien pensaba que estaba completamente loco por proponérmelo.

Asociaba mi persona, mi máscara, mi valía como le ocurría a Sansón pero yo en versión Aliexpress, a mi pelo.

Allá por los 20 años, aún a pesar de tener una densidad capilar bestial si me comparas con los 7 pelos de loca que tengo hoy, una chica me dijo que tenía el pelo muy fino y que algún día me quedaría calvo.

Al escuchar esas palabras algo dentro de mí dejó de funcionar.

Tuve un miedo atroz. Pavor.

La mera imaginación de no tener pelo creaba en mí una gran tristeza e inseguridad. Contaba los días. Contaba los pelos.

A ojos del resto del 99,9999 del mundo yo tenía un pelo alucinante, a mis ojos me quedaban 3.

Así pasaron los años y yo pasé por médicos, productos basura, consejos basura y más miedo.

A mis 23 ó 24 años me fui unos meses a inglaterra, y ahí por alguna razón empecé a cortármelo. Pasé de la melena que me llegaba a la mitad de la espalda, a tener una melenita que me llegaba por la barbilla.

En Inglaterra algo cambió en mí. No maduré, pero empecé a saber que era posible madurar.

Y esa fue la semilla del cambio.

Al volver a España me corté el pelo para siempre y ya no volví a llevarlo largo. No obstante, mi atroz miedo a quedarme calvo me seguía persiguiendo aunque a veces conseguía olvidarlo durante un tiempo.

Siguen pasando los años y llega 2015 donde me encuentro en Argentina viajando. Mi pelo ya no era el que era y ya se empezaba a notar con cada vez más evidencia las videntes palabras de aquella chica que diez años atrás me dijo que un día iba a ser un maldito calvo .

Por ese entonces llevaba años planteándome tomar pastillas para la calvicie, pastillas que, para quien no lo sepa, pueden causar entre otros problemas falta de libido, taquicardias y problemas de erección.

No importaba. Prefería no poder tener relaciones sexuales a no tener pelo. Algo curioso si lo piensas puesto que yo creía que mi pelo era el ticket necesario para las relaciones sexuales.

El caso es que no las compré puesto que no tenía valor ni para tomarlas, ya que hasta para destrozarte por dentro hace falta un gramo de valentía.

Un día mientras paseaba con mi amiga y supongo que tras mirarme a un espejo, lo tuve claro. Iba a hacerlo. Iba a comprar las pastillas.

Es curioso, a veces somos tan ignorantes que elegimos la determinación para sumergirnos aún más profundo en nuestro pozo de mierda en lugar de usarla para salir de él.

Entré decidido a una farmacia, pregunté diferentes precios y, tras hacerle una serie de preguntas que ella estaba muy lejos de saber responder con propiedad, compré las más baratas.

Si algo me sorprende de mi vida pasada, esa vida que trato de cambiar a fuerza de disciplina, amor, meditación y lecturas, es que hasta para matarme y envenenarme era escaso y pobre.

¿Cuántos litros del peor vino de España compré para hacer calimocho en mi juventud? ¿Cuantas copas malas tomé por no ir a donde eran buenas?

Ese mismo día, seguramente con miedo y tristeza y desasosiego en mi mirada, comencé a tomarlas.

Y por supuesto, los resultados no tardaron en llegar.

Taquicardias.

Falta de libido.

Una semana más tarde me encontraba en una fiesta en una preciosa casa a las afueras de Mendoza. Conocí a la anfitriona el día anterior caminando por la calle.

Era argentina. Era mendozina. Era una belleza. Era experta en buen vino. Trabajaba en una de las preciosas bodegas de la ciudad. Se parecía a Pocahontas. Yo parecía gustarle mucho y ella a mí más aún.

Pero como siempre he sido mitad joven mitad viejo para eso de las fiestas de noche y mientras unos llevan cocaina yo me llevo un pijama, le pido si puedo irme un rato a acostar a una de las camas.

Ella afirma con la mirada pensando que estoy lanzándole una indirecta.

Yo no se lo desmiento.

Me indica el camino hacia su cama y sus discretos pasos de Pocahontas llegan tras de mí.

Nos tumbamos.

Los dos miramos al techo.

Y en aquel breve espacio de silencio me doy cuenta de que mi corazón está latiendo con fuerza. Pero no lo hace con esa intensidad del que sabe que está a punto de besar los labios que desea desde el primer momento que los vio, sino con la de una taquicardia producida por un veneno que esta matándome.

Ella se siente a gusto, esperando con calma a ver que ocurre.

Yo estoy justo empezando a darme cuenta de me encuentro destrozado emocionalmente, adquiriendo la clara constatación de que no sé quién soy, de que todo lo que creía saber de mí, mi valor, mi manera de ver el mundo, es un maldito fraude. En ese momento tomo consciencia de que estoy poniendo en riesgo mi vida, mi valiosa vida, mi vida que aún no sabía ni qué era capaz de hacer por mí, por el qué dirán los demás. Por cómo me verán. Por qué pensaré yo cuando lo hagan.

Entonces ella me pregunta si me encuentro bien.

Yo respondo sin responder.

Son al rededor de las 4 de la mañana. De repente, y no estoy exagerando ni un ápice aquí, algo cambia en mi mirada. La abrazo, me despido, ella no lo entiende y yo no trato de explicarme, me voy a mi casa, tiro las pastillas a la basura, cojo la maquinilla que usaba para la barba y, frente al espejo del baño en aquella casita de Mendoza de una calurosa madrugada de diciembre de 2016, me rapo por primera vez en mi vida.

Con cada mechón que cae, se desprende también un miedo.

Cuando veo todos los pelos en el suelo y me veo, me miro, y me observo en el espejo, sé que algo es diferente en mí. Mejor. Me toco la cabeza, me acaricio con cariño, veo mi cara extraña y entiendo de una manera que no se puede explicar que es bonita simplemente porque es mía y que nadie puede decidir sobre ello. Sonrío con una de esas sonrisas sanas y tranquilas y me voy a dormir.

Durante los siguientes días y meses empecé a tomar decisiones que algún día contaré.

Y durante los siguientes años, cada vez que he tenido un miedo, cada vez que tenido la tentación de pensar qué pensaría alguien de mí, me he rapado.

Y me creas o no me creas, esta es una de las acciones que más han influido en mi vida.

Si quieres tener más dinero, rápate, si quieres ligar más, rápate, si quieres tener más valor, rápate. Si quieres tener mejores relaciones, rápate.

No te digo que te rapes para siempre. Digo que te rapes al menos una vez.

Luego déjate el pelo como quieras, pero es la acción de enfrentarte a tu miedo la que detona la bomba que hay en tu interior.

Como cuento en Un manual hacia la grandeza, capítulo 5.5, Vencer miedos…

Seas mujer u hombre, mírate fijamente al espejo. Coge una maquinilla. Respira. Sonríe. Rápate el pelo. Llámale prueba de guerrero.

Es importante que te rapes tú. No puede raparte otra persona. Has de hacerlo tú con tus propias manos y herramientas. Tú has de enfrentarte a uno de tus miedos más profundos (el qué dirán cuando te vean “diferente”) para conseguir una profunda liberación.

¿Nunca te has preguntado por qué todos los monjes y monjas budistas se rapan el pelo, o por qué tantas culturas lo hacen como símbolo de iniciación?

Es la muerte del ego. Es andar por el sendero del desapego. Es matar tu yo. Es borrar tu imagen autocreada. Es desidentificarte con tu vehículo.

Rápate. Mírate al espejo. Sonríe y pregúntate: ¿es eso a lo que tanto temía?



No le temo a nada, por lo tanto, podré verme a mí mismo. Carlos Castaneda

Si un hombre quiere estar seguro del camino que pisa, debe cerrar los ojos y caminar en la oscuridad. San Juan

Te deseo que venzas todos los miedos que hay en ti.

Fuente: este post proviene de Ricos y Libres, donde puedes consultar el contenido original.
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