Qué pena. Estamos tan acostumbrados a las adversidades y a los infortunios que cuando algo auténtico y genuino sucede en nuestras vidas no sabemos qué hacer con ello ni cómo llevarlo. Supongo que para cuando lo verdadero llega, estamos tan inmersos en nuestro papel de “no-triunfadores” que de un momento a otro lo único que esperamos es que fracase, sea lo que sea que haya llegado a nuestras vidas. Y sólo porque es a lo que estamos acostumbrados; sólo porque es lo que hemos recibido durante años y años y nuestro cerebro ya no espera, ni admite, otra cosa.
Me atrevería a decir que incluso subconscientemente nos boicoteamos a nosotros mismos. Al fin y al cabo, los malos tiempos son lo único que conocemos y es ahí donde hemos aprendido a desenvolvernos. Nos gusta la familiaridad de los actos repetitivos porque es la cotidianidad lo que sabemos manejar, aunque ésta no sea positiva. Así que nuestro cerebro asimila “el palo” (del tipo que sea), mucho mejor porque es lo que viene haciendo y es a lo que se ha adaptado. Después, tensamos la cuerda de las nuevas situaciones hasta el punto casi de romperlas, dañando sin querer las experiencias más hermosas, y de ahí el auto-sabotaje.
Comprendo la existencia de las mentes agujereadas y perforadas llenas de dolor. Y comprendo “su retirada” de una existencia diferente a la que ya están hechas. El miedo puede ser aterrador. Empezar a aprender pasados unos años también es abrumador. Sin embargo, el problema viene porque el ser humano no sólo tiene mente, sino que también tiene alma o impulso vital, y por mucho que pretenda esconderla, una parte de ella sigue cada día manteniendo la idea de que un mundo mejor existe y que aún es posible encontrar lo anhelado. Es el corazón el que tiene la llave de una existencia feliz y plena. Pero para eso, hay que abrirlo. Desempolvarlo bien y luego abrirlo de par en par para que el aire nuevo entre y lo llene todo a su paso de un nuevo aroma.
Creemos que sí, pero la identidad de una persona no es eterna. Puede y debe transformarse. Es su misión. Para eso está aquí. La identidad no es más que el sentido que cada persona le da a su yo, a su existencia. Un constructo único y personal. Y es lícito y se permite poder cambiarlo a través de las experiencias. Así, nuestro sentido y el sentido de nuestra existencia no tiene por qué estar ligado forzosamente a una rígida y única idea de nosotros mismos; por el contrario, podemos cambiar sin perder la continuidad del yo creado a lo largo de toda una vida.
Dar de forma altruista es vital para nuestra existencia porque es sinónimo de satisfacción y plenitud; porque es desde la consciencia y no desde el ego desde donde nace. Pero saber recibir es igual de importante o más porque ese es el momento en el que aprendemos a valorar lo que tenemos, sin tensar cuerdas, sin hacer daño y sin quebrar las situaciones o a las personas que nos importan.
Recibir tampoco implica generar una deuda. Si recibimos es porque, de alguna forma, eso que nos llega ya lo hemos dado, con otra apariencia quizá y de otra manera, pero lo hemos dado. Muchos se asustan porque piensan que si reciben, tendrán que dar y dudan si serán capaces de estar a la altura y de devolver lo dado, o tal vez porque en su interior piensan que no tienen lo suficiente ni si quiera para ellos mismos. ¿Cómo poder dar entonces?
Lo que no se ve es que así sólo se genera escasez, pobreza y autolimitaciones. Por eso, dar y recibir son dos caras de una misma moneda. Una moneda llamada amor, donde lo verdaderamente importante en ambas posiciones es el desinterés, la generosidad y desde mi punto de vista de antropóloga, la humanidad. Enfoquémonos por tanto en lo positivo, en lo que estamos viviendo ahora. Vivir significa entregarse sin miedo, dar y recibir, saborear y experimentar. Y todo lo demás “se nos dará por añadidura”...
Nota: El artículo ha sido publicado originalmente en Saludterapia.