La posesión o mi mujer

“Qué ven, cómo ven o a quién ven nuestros ojos cuando surge un pensamiento, una palabra o un acto discriminatorio hacia una mujer.”

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Marzo nos regala la parada del día de la mujer. La celebración de esta jornada tiene el doble carácter de festejar los avances en igualdad y, por otro lado, recordar y denunciar las circunstancias que aún hoy son injustas y generan sufrimiento sobre todo a mujeres y, de alguna manera, también a hombres.

La participación de la mujer en nuestra sociedad, en la vida pública, en las instituciones. La igualdad de oportunidades en el trabajo. La posibilidad de volver a casa tranquila, sea la hora que sea. La libertad de sentir, de expresarse, de vestir, sin asumir por ello unos riesgos mayores que los de un hombre. Celebremos el avance y mantengamos la apertura en todo ello “hasta que la igualdad se haga costumbre” (lema de la campaña por la igualdad de la mujer en la Iglesia católica).

Con esta ocasión comparto desde la vivencia de sentirme hombre, con una parte femenina que también reconozco y celebro. Por un lado, celebro los avances sociales que hacen diferente las posibilidades que viven mis hijas frente a las que vivió mi madre. Por otro, vivo con consternación la desigualdad y los episodios de maltrato y muerte de mujeres a manos de varones muy confundidos.

Trato de indagar como varón qué nos pasa a los hombres para ejercer una posición de fuerza sobre una mujer. Qué ven, cómo ven o a quién ven nuestros ojos cuando surge un pensamiento, una palabra o un acto discriminatorio hacia una mujer. Encuentro en esta indagación de mi experiencia datos que me sorprendieron un día, me inquietaron otro y más adelante están siendo una vía de compasión y sanación de mi persona.

El campo principal de investigación de mis conductas hacia la mujer es mi relación de pareja. Soy dichoso de compartir la vida con la mujer que me ama y a quien amo. Nuestro espacio de intimidad, es una historia donde el amor y la confianza se han abierto paso a través de territorios egoicos y llenos de miedo. Hemos subido montañas de conflictos y hemos descansado en praderas de armonía y comunión.

Pues bien, con ella, a quien conozco, en la que aprecio un dechado de virtudes, me llama poderosamente la atención la indignación que siento cuando regreso a casa y no está. Cuando esto aparece me llena de estupor.

Es algo muy poderoso. Es una reacción en la que juzgo de inapropiado aquello en lo que esté o donde esté. Tenemos tres hijos y podría estar con ellos en el dentista o haciendo cualquier recado, pero nada de eso importa. La realidad no cuenta. En esos momentos estoy en la cárcel de mi percepción.

Es una emoción de frustración, de rabia porque “mi mujer” no está donde “debería estar”. En el fondo es el deseo que esté donde yo quiero que esté y, al fondo del fondo, encuentro el deseo insano que esté nada más que para mí.

No me siento orgulloso por ello. Lo cuento porque considero importante, urgente, que cada uno tomemos un momento o los que sean necesarios para observar e identificar las semillas de intolerancia que puede haber en los pensamientos, palabras o actos hacia las mujeres de nuestro entorno.

Propongo hacerlo en el ámbito cercano porque es lo más accesible, lo que sería el campo cotidiano de relación y, porque tenemos una diversidad de registros mayor de sensaciones, emociones y pensamientos que afloran en ese roce diario.

En esta observación e identificación está la posibilidad más real de mirar algún día con igualdad a la mujer. Sabiendo que es un proceso de poco a poco y, aún ese poco, muy poco a poco. Un camino hecho a base de ternura y compasión hacia uno mismo, y en el que se abre un horizonte esperanzador de mujeres y hombres mirándose y dejándose mirar en toda su dignidad.

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