Capítulo 2: La historia truncada de Bea

No puede ser. Justo ahora que teníamos en mente ir a por el primero. ¿Cómo alguien que está en tu vida desde hace décadas se esfuma como por arte de magia? ¿Cómo puede tirar este proyecto por la borda? Es mi familia. Primero fue mi amigo, luego mi novio, luego mi prometido, hasta convertirse en mi marido. Lo que vendría ahora sería un bebé. ¿No son esos los pasos lógicos?

Siempre se había sentido afortunada por haberse encontrado con él en esta vida. Veía a muchas de sus amigas y compañeras de trabajo que fluctuaban de flor en flor. No entendía cómo podían vivir en esa constante incertidumbre, vinculándose y desvinculándose en cuestión de semanas. Bea, sin embargo, se sentía arropada por él, la persona a la que consideraba su mitad y con la que enseguida supo que quería pasar el resto de su vida.

A menudo decía que era muy feliz al estar sola en aquellos días en que él se ausentaba por trabajo. Pero no sabía lo que era estar sola más allá de 48 horas cada 9 meses. Aún así, se atrevía a recriminarle a su mejor amiga lo mal que llevaba la soledad. Se decía que ojalá ella pudiera gozar de tantos fines de semana sin él. Envidiaba la soltería sabiendo que nunca más podría gozar de ella.

Jamás había dudado de él, del amor que les unía, ni de todos aquellos planes que se irían dando de forma completamente establecida. Bea entendía la vida de esta manera, por fascículos. Se sentía segura al saber que todo iba llegando tal y como ella lo había imaginado. Alguna vez pensaba que él no podría estar sin ella. Ella decidía, él la seguía. Un tándem perfecto hasta que una tercera persona le arrebató esa imagen idílica que fue tejiendo a lo largo de los años.

Un profundo shock se apoderó de ella. Lo había oído en boca de otras mujeres pero le sobrevino un pensamiento fugaz: “¡A mi no!”. Pero sí. Su marido tenía una aventura con otra.

Siempre había pensado que el matrimonio era para toda la vida. Por más que supiese que dos de cada tres uniones se truncan. Ese no iba a ser su caso. El halo de seguridad que desprendía se esfumó y ese aire de orgullo que a menudo adoptaba fue desapareciendo. Cuando acudía a fiestas, se esmeraba por relacionarse. Ya no tenía a su fiel acompañante que la respaldaba en ese tipo de eventos. Se sorprendía sacando temas de conversación a gente que le acababan de presentar. Llegaba sola, o se esforzaba o esa velada iba a ser infumable. Era más humana.

La mancha en su historial le hizo más llana y humilde. Ya no chismorreaba de la excitada vida amorosa de su compañera de departamento, ni aconsejaba con la misma dureza a quienes le pedían consuelo en temas de amor. Jamás volvería a juzgar a aquellas parejas con idas y venidas. Dejó de mantener a buen recaudo sus sentimientos. Ya no debía ocultar los rifirrafes con él, ya no le hacía falta proteger su imagen, todos sabían su historia. Y sin darse cuenta, le era mucho más fácil intimar con los demás. Era más auténtica.

Deseó por un momento que se arrepintiera, que volviera. Podría perdonarle y seguir con sus metas. Pero no pudo darse ese placer. La vida le premió con otra cosa.

Comprendió que el compromiso es algo temporal que se puede ir renovando hasta el fin de los días. Mañana nadie puede saber si ese deseo por permanecer al lado del otro continuará existiendo.

Maldijo  los “Siempre estaré a tu lado” que salieron de su boca.

Se preguntaba, llena de rabia, porqué le prometió algo que no cumpliría.

Pero todo era cierto, aunque sólo en el momento en que él pronunciaba esas palabras.

Quizás Bea necesitaba dar pasos para asegurarse de que aquel idilio no se rompería. Una boda, una hipoteca y más adelante un niño. Pero aprendió que el matrimonio no implica garantías.

Se dijo a sí misma que de su boca no saldrían más “Para siempre”, sino una versión más escueta: “Te quiero”.

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